Atanasio, del desierto a la Cuidad (2 de mayo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Algo debe de tener el desierto porque muchos han sido los que a él acuden para escuchar lo que no se escucha en la ciudad. Algo debe de tener la soledad, cuando cantidad de humanos la eligen, aunque no sea de por vida, para asentar su vida. Algo debe de tener el yermo cuando los que a él acuden se conforman con lo que el yermo les da, y les sobra. Puede que los desiertos que acogen a los que los anhelan ya no sean como los de antes, o porque quedan menos desiertos o porque han sido fabricados otros que igualmente te aislan. Lo cierto es que quienes de lo que llamamos mundo huyen, no lo hacen para esconderse sino para encontrarse. Lo que da que pensar: porque si uno siempre está con uno mismo, para qué andar en procura de lo que con nosotros llevamos.
Cuando los anacoretas, los ermitaños y otros disidentes del ruido emprendieron camino hacia donde supuestamente no había estorbo, puede que terminaran igualmente encontrándolo. Eso nunca se sabrá. Dicen que el desierto se puebla de fantasmas, no tanto los que en el desierto existen sino los que cada cual desata. Y puede que sean esos fantasmas los que producen claridad, diafanidad, una vez que se diluyen, una vez que todo queda claro.
Atanasio fue hombre de desierto. También de ciudad, es cierto, pero el desierto fue su escape desde principio a fin. Aunque en su juventud no pareciera tener vocación para recluirse. Quien estudia derecho y teología no pretende exponerla en el desierto, subirse a un risco y predicar a los inexistentes ni las verdades de Dios ni las justicias humanas. Quien a estos menesteres se dedica es para profesar en la ciudad, en el claustro abierto, en los juzgados, en las aulas, en los tribunales, en los púlpitos, en las facultades, en los libros. Y ese parecía ser el sino de Atanasio al tomar el estudio del derecho y de la teología como sus prioridades.
Pero algún capricho lo empujó hacia el yermo, y a él se fue. Soledad por aquí y por allá, algún que otro ermitaño disperso; alguna que otra cueva para guarecerse; alguna que otra huerta para abastecerse; algún que otro pergamino para reafirmar lo sabido o para ahondar en lo todavía por saber. Se sabe que el yermo termina siendo la escuela que imprime carácter.
Del desierto retornó Atanasio y retornó a lo suyo, que era borrar los fantasmas que estaba propagando Arrio con aquello de que Cristo no es de naturaleza divina. Mucho le costó semejante esfuerzo. Entre otros quebrantos, cinco deportaciones. Los arrianos no solamente tenía doctrina a imponer sino a imponerla por la fuerza. Y Atanasio no tenía más que la palabra. Y con la palabra combatió. Pero, ya se ha demostrado, la palabra termina siendo más poderosa, más contundente que la fuerza.
Cuando iban a por él, para exterminarlo, ya sabía su camino: el yermo. Hasta aquellas soledades no llegaban los arrianos. Y en el yermo conseguía otra vez lo que el desierto da: fuerza para continuar, porque todo el que sobrevive al desierto lo consigue por la fuerza que el mismo desierto le inyecta no por las energías que le quita.
Este Atanasio, natural de Egipto, Patriarca de Constantinopla, cinco veces desterrado, terminó saliéndose con la suya gracias al desierto. Y allí aprendió a ser doctor, doctor de la Iglesia, que es algo así como doctor de las soledades más fructíferas.