San José, mi tío (19 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Anduve muchas veces de la mano de mi tío José, carpintero. No era muy dado mi tío a prestarnos sus útiles de trabajo, pero de vez en cuando nos animaba la aprender el oficio. Creo ahora que no era para que siguiéramos sus pasos, mi primo y yo, sino para que ideáramos nuestros propios juguetes de madera. Algún carro para bueyes, alguna caja para encerrar grillos, alguna jaula para encerrar pájaros, cosas así era lo que nosotros ideábamos y mi tío nos consentía. Cuando las tablas no cuadraban, el venía y decía: así. Y era exactamente como él decía: así.
El día de San José era celebración en casa de mi tío por partida doble: por el padre de Jesús y por él. Y lo celebrábamos como se celebraban entonces las fiestas; sin derroche, con una comida donde, en torno a la mesa, había algunos mas comensales que de ordinario. Mi tía Águeda cuidaba de que todo fuera distinto. Y lo era, porque había mantel de los que se usaban una vez al año, vasos para esas ocasiones de primera y algún que otro postre de los que no se daban en la huerta.
A San José, el padre de Jesús, siempre lo vi con todo el empuje de mi tío. No podía ser de otra manera. Y creo que no fue de otra manera. A José, el esposo de María, nos le han robado muchas páginas, sobre todo esas desde los doce años del muchacho hasta los treinta, cuando creo que el protagonista de la casa de Nazaret fue realmente el carpintero. ¿Carece de importancia tan largo tiempo? No puedo creerlo. Por ello recurro siempre al recuerdo de mi tío para conocer un poco más al padre de Jesús trajinando en la carpintería.
Era San José, mi tío, no dado a demasiada charla. Amigos tenía pero nunca amigotes. Era San José, mi tío, recto a cabalidad. Si el encargo era para mañana y a la caída del sol no estaba, para eso estaba la noche. Era San José, mi tío, el sostén de la casa, eso sí, ayudado por mi tía, María, Águeda, que tanto monta, porque las casas, nuestras casas de entonces, eran eso: una copia de la casa de Nazaret.
Mi primo y yo le sacábamos provecho a toda aquella entereza. La carpintería servía para nuestros secretos cuando mi tía cerraba la puerta, al anochecer, y se iba a dar una vuelta por el pueblo, o a echarse un vino en el bar, o a visitar al tío Pedro que andaba últimamente mal de salud. Decía mi tío que en aquellos paseos siempre le salían encargos, lo que quiere decir que tales paseos será una forma de continuar trabajando.
Así es que San José, no puedo remediarlo, a falta de datos sobre su existencia, se ha convertido en mi tío, y yo creo que los datos no desmerecen. Y hasta a Jesús, en aquellos años, me atrevo a compararlo con mi primo y conmigo. ¿Qué otra cosa podía hacer el muchacho distinta a las que nosotros hacíamos? Posiblemente estudiar, porque si pobres para dar educación a sus hijos eran José y María, mis tíos no lo eran menos. Y nos la dieron. Arreglándoselas como podían, pero nos la dieron. Y es porque la pobreza siempre saca milagros de su propia entraña. Así es que no se trata de irrespeto comparar lo que estoy comparando, porque si hubiese acaecido algo digno de contar, que no fuera la digna cotidianeidad, ya se hubieran encargado los evangelistas.
Si alguien admira a San José, el carpintero, juro que soy yo, por mi tío. Y aunque me apena un poco el que lo hayan silenciado, tampoco tanto, porque llegó a la conclusión de que es para que yo y mi primo saquemos las conclusiones fijándonos en tío José.