San Daniel, el diplomático (20 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Daniel oficialmente es profeta. Faltaban 585 años para que naciera Jesús en Belén. Por lo tanto se trata de uno de esos santos que lo fueron por lo por venir, pero por lo ya anunciado. Los profetas del Antiguo Testamento fueron santos, es decir, personas aptas para ser imitadas, sobre todo por su defensa de la justicia. Y en este sentido, Daniel también es abanderado.
No era un cualquiera. Nombre tenía su familia en Jerusalén y nombre tenía él. Es decir, no era del común, no permanecía en el anonimato, no era del común. Como en cualquier época el destino de los hijos de personas pudientes era el estudio, la preparación intelectual. Su fin era perpetuar la estirpe familiar, engrandecerla si posible fuera para que se dijera: de tal padre, tal hijo. O, el hijo superó con creces al padre.
Nabucodonosor hacía tiempo que pretendía invadir a Jerusalén, hasta que lo logró. Los invasores, en todas las edades y en todos los tiempos, imponen las leyes. La historia es así: los vencidos, de una forma o de otra, pasan a ser patrimonio del vencedor. Y Nabucodonosor, entre muchas de las cosas que tomó de Jerusalén, se hizo también con personas, entre ellas, un grupo de jóvenes. Daniel incluido. Así es que el considerado Daniel pasó a ser de la comitiva del rey invasor. Se lo llevó a Babilonia.
Nabucodonosor no se llevaba lo que le estorbaba, se llevaba todo aquello a lo que podía sacar provecho, incluidas las personas. >De inmediato se percató de que a este joven podía sacarle provecho, e imparte órdenes para que se le instruya en ciencias políticas y sociales babilónicas. 
>Daniel era como era, profeta, anunciador de los designios de su Dios. Y comenzó a ejercer esa profesión desde joven. Una de sus primeras intervenciones como tal fue la del caso de Susana.
Susana, gracias a la intervención de Daniel, quedaría después inmortalizada en el lienzo de los pintores europeos renacentistas. Cuenta la historia que unos jueces, a quienes les gustaba la carne joven de las doncellas, comercializaban con su poder de decisión.
- Si no accedes a nuestros requerimientos ya sabes tu suerte.
Susana no cedió. Y denuncio a los jueces. Pero los jueces, como siempre, la acusaron de calumniadora. Su suerte estaba echada: el pueblo creyó en los respetables jueces y se decidieron a cumplir la sentencia: la lapidación, matarla a pedradas. Y es aquí donde entra el temple de Daniel.
- Un momento, señores. ¿Quién asegura que la muchacha miente? ¿Por qué dar más fe a la palabra de los jueces que a la de esta muchacha? Vamos a demostrar si miente o no. Que vengan los jueces.
Los jueces fueron. ¿Quién contra la autoridad? Daniel, que su nombre significa “Dios es mi juez”, y todos lo saben, se convirtió en juez de jueces y los interrogó:
- Vamos a ver, señor juez: ¿dónde estaba Susana cuando ella cometió la falta?
- Debajo de una acacia.
- Muy bien. Puede retirarse el señor juez. ¿Dónde estaba Susana cuando ella cometió la falta? –preguntó al segundo.
- Debajo de una higuera.
Fue la justicia contra la injusticia de los jueces. Quizá por esto, se convirtió en lo que se convirtió: ministro de Nabucodonosor, de Baltasar, de Daría y de Ciro. Ministro de cuatro reyes consecutivos. ¿No se trata de un auténtico milagro? Que fuera también descifrador de sueños y visiones resulta exótico, aunque no tan importante como la salvación de Susana. Quizá por ello ahora lo llamamos santo, a pesar de pertenecer al Antiguo Testamento. La justicia es idéntica en todos los tiempos.