La agonía

Autor: Adolfo Carreto    

 

 

     He contemplado a Su Santidad, Benedicto XVI,  sólo, sentado, cabizbajo, refugiado en los Alpes, con toda la frondosidad fresca de las montañas al frente. Lo he visto distinto, como si no fuera él. Resultaba difícil para mí contemplar a Ratzinger, del que tanto he escrito y no muy al gusto de todos, resultaba difícil contemplarlo como un hombre cansado, a tan pocos días de su pontificado, con tan pocos problemas encima todavía. No era esa la foto que yo esperaba de un intelectual recio, desafiante, decidido a que siempre las cosas estuvieran en el lugar que él creía debían estar. Claro, lo vi en fotografía, y ya sabemos qué es una fotografía: es una realidad sesgada, es solamente un punto de vista. Porque de inmediato me convencí de que Benedicto XVI no estaba sólo, no podía estarlo. Guardaespaldas, en los tiempos que corren, posiblemente disfrazados de clérigos, habría. También gente de confianza, ya menos disfrazada. Y, por supuesto, el fotógrafo. Si no hubiera estado allí el fotógrafo, evidentemente oficial, esa fotografía no hubiera llegado hasta mí, no hubiera pasado la censura.

     Me pareció, tengo que reconocerlo, un Papa en un momento de meditación triste. Luego me enteré de que no era para menos. Había acabado de confesar: “En Occidente el mundo está cansado de su propia cultura, un mundo en el que no hay más constancia de la necesidad de Dios, aún menos de Cristo”. Desconozco si esta reflexión papal fue anterior o posterior a la fotografía. En cualquiera de los casos se trata de una conclusión intelectual que asusta. ¿Cómo es posible que un Papa tan frío a la hora del argumento teológico llegue a semejante conclusión? ¿Están haciendo ya en él efecto las inspiraciones que su nueva condición le exigen?

     Pero hay algo que me asombró mucho más. Otra terrible confesión, creo que esta salida del alma de Ratzinger, que me dolió porque, a decir verdad, pensé que estaba hablando de mí: “La culpa es de los años sesenta “la segunda iluminación espiritual de 1968” “verano de amor” y protestas de estudiantes y trabajadores”. Por esos años yo andaba metido en esas protestas, ataviado con mi cabellera a la usanza, protestando contra la guerra de Vietnam y otras monstruosidades, cantando aquello del amor y no la guerra. Y hasta mezclándome en procesiones laicas de trabajadores, por ahí exactamente, por Barcelona, cuando me entró el gusanillo de experimentar con las manos el trabajo que no realizaba en el seminario. Así es que no me quedó más que darme por aludido.

     Y comprendí la postración fotográfica del Papa a los pies de los Alpes, rodeado de verdor pero falto de oxígeno. Y más todavía cuando el diagnóstico de Su Santidad, ante semejante desastre de incredulidad, resultó así: “No hay un método para un cambio rápido”.

     Puedo asegurarle, Santidad, que la culpa de este desaguisado no es mía, ni de mis compañeros de protesta, ni de mis canciones desenfadadas, ni de mis ambiciones, entonces, de cura obrero, ni de mis melenas. Si de algo estoy convencido es de que la culpa de la incredulidad actual no es mía. Quizá haya que sentarse en otro lugar para que la meditación resulte más fluida  y los argumentos más convincentes y los métodos para solucionar los entuertos más alcanzables y a mediano plazo. Quizá haya que elevar la mirada por encima de la muralla de esas montañas y acercarla hasta el Vietnam de los sesenta o hasta los Vietnam más cercanos de ahora. Es un ejemplo, Santidad.

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