La cabeza de Benigno (13 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

De los santos, además de sus leyendas, nos han quedado sus reliquias. He visto algunas. Y, la verdad, es que he quedado desilusionado. Quizá porque no las miré como hay que mirarlas, quizá porque sospechaba de que lo fueran, quizá porque pensaba que la carne no corrupta era tan fresca como la carne al natural. He visto el brazo de Santa teresa de Ávila, y no. He visto su corazón, y tampoco. No sé si cuando los vi. eran tiempos políticamente difíciles, y ese de querer compaginar el cuerpo de los santos con los regímenes políticos, puede que cuadre, pero a mi no. Por eso, y con perdón, lo de las reliquias me va poco. Menos sabiendo que muchas de ellas son falsas. Menos enterándome que muchas de ellas han sido comercializadas. Quizá por eso prefiero la leyenda a la reliquia, aunque la leyenda sea siempre más sospechosa. Pero deja un alguillo que, aunque no lo parezca, pudiera ser verdad.


Hubo un fraile en un convento, allá en Hungría, que quiso hacerse con una reliquia, no para venerarla sino para sacar provecho de ella. Las reliquias generalmente está bien envueltas, bien protegidas, en envases tanto de calidad artística como de la calidad del material del relicario. O sea, que además del contenido vale también el continente. Y vale en moneda constante y sonante.


Es lo que pensó el nombrado fraile: cuentan que intentó, porque solamente pudo intentarlo, llevarse de su convento la cabeza del santo que protegida dentro de un relicario de plata. Planeo el hurto. Esperó el momento. La noche lo protegía. Antes del alba él y su trofeo estarían a mejor recaudo. De ahora en adelante solamente podría rezarle él, si su intención era la devoción, o sacarla del relicario para que la plata le sirviera para lo que sirven los metales preciosos. Pero no hubo manera de salir del convento.


Una vez con el trofeo en sus manos quiso darse a la huida pero he ahí que las puertas no estaban donde debían estar, es decir, sencillamente no estaban. Había quedado bloqueado. Había quedado encerrado en un relicario negro, oscuro, sin que nadie pudiera llegar hasta él. Por más vueltas que dio al recinto las puertas no aparecían. Hasta que no tuvo otra alternativa que depositar su trofeo en el lugar que le correspondía. Y entonces sí, entonces las puertas volvieron a su lugar, las cerraduras prestas a abrirse, los pasillos conduciendo a sus destinos. Todo había regresado al orden.


Pues bien, esta cabeza era la de Benigno, presbítero y mártir, decapitado en los primeros años del siglo IV. Lo decapitaron por lo mismo que en aquellos tiempos se decapitaba a la gente: por no querer reconocer la divinidad de los dioses oficiales y tradicionales y por empeñarse en anunciar a un Dios nuevo, distinto y crucificado. Y es que cambiar lo que parece estable por lo novedoso, sobre todo cuando lo novedoso puede dar al traste con lo estable, siempre ha sido mal visto. En creencias y en otros muchos menesteres.