San Jerónimo Emiliani o Santo después de la guerra (8 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este es otro de los santos que también entra en la agenda de mi devoción. Y es porque para mí, cuando las conversiones son de verdad, la vida se rejuvenece. Dicen que se convirtió. ¿De qué? De haber matado, de haber ordenado matar, de lo que nadie se arrepiente hoy, de lo que hoy se predica con orgullo porque hoy, la guerra ha sido convertida en excusa para la libertad.


Un tipo de armas tomar. De armas de verdad, de armas de combate, de guerra, de armas que matan, de armas que traicionan, de armas que atenazan. Armas de las del siglo XVI para guerras de las del siglo XVI, que son las armas y las guerras de todos los tiempos. ¿A cuantos mató este joven militar?. Pues no lo sabemos. ¿A cuantos ordenó matar?. Tampoco.


Porque, comandante como era, mando tenía y órdenes daba, y en la contienda ya se sabe cuáles son las órdenes: o las de matar o las de sálvese quien pueda.


Cayó prisionero de los franceses. Y los franceses, con sus prisioneros, hacen lo que hacen todos los vencedores con los suyos. Lo que se hacía en aquellas guerras renacentistas y lo que se hace hoy en estas guerras tecnologizadas. Hemos visto a los prisioneros y nada hay que añadir. Hemos visto a los muertos, y para qué añadir más. La guerra, la que sea, no es del color con que se pinta; la guerra, toda guerra, es negra, oscura, indecente, injusta. Y las preventivas, más.
Cayó el hombre prisionero, y en el calabozo, amarrado con cadenas pies y manos, tuvo tiempo para pensar, en la vida y en la muerte. Muy posiblemente pensó: Pues ahora me toca a mí. Porque es lo que piensa todo el que queda prisionero. 
Y lo que se le ocurrió, tampoco lo sabemos. Sí sabemos que se le antojó seguir viviendo, pero no a la antigua usanza, no como comandante planificando emboscadas, no como hombre de mando mandando matar, sino como individuo que quería vivir y, sobre todo, que deseaba que los demás no murieran. Lo cual es el gran milagro antes de que se produjera el milagro.


Porque, dicen, el milagro fue que tanto imploró a la Virgen para que le librara de aquellas cadenas, que le dio el gusto: las cadenas se desmoronaron, los pies pudieron caminar y las manos abrir puertas. Y eso hizo: se aupó. Salió del calabozo con tal tranquilidad que sus carceleros ni se inmutaron. Posiblemente después fueran acusados de complicidad, porque en guerra no hay capitán que crea que un encarcelado ha salido airoso de su encierro por obra y gracia del milagro.


Libre ya, Jerónimo Emiliani, veneciano, cambio de vida. Y lo que hizo, con importante que es, pues hasta normal parece: repartir caridad a raudales, tender la mano a quien la necesitara, sin el apellido de amigo, sin el sambenito de contrincante, tender la mano a aquel que llevaba pintado en el rostro el carné de la necesidad. Sobre todo cuando la epidemia del cólera hizo de las suyas. De la epidemia de la guerra pasó a la epidemia del cólera, y lo que en aquella no pudo remediar quiso remediarlo en ésta. Y creó la congregación religiosa “servidores de los pobres”, algo así como una enege moderna, como unos médicos sin fronteras, como unos voluntarios que se aprestan a como dé lugar, a socorrer hasta a lo que aparentemente ya no se puede.


O sea, que este caballero de armas hubiese hecho hoy lo mismo que hizo en el siglo XVI, porque las necesidades son de siempre y las conversiones también.

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