Eladio o el ministro de finanzas (18 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Lo veo pidiendo cuentas, sacando porcentajes, espantado ante lo que falta, ufano por lo que sobra. Lo veo revisando libros de cuentas, llamando a este y al otro para que le ajusten los presupuestos, para que aflojen en esta partida, para que aumenten más esta otra. Lo veo inflando los presupuestos, diciendo después que el dinero no llega, que el aumento de sueldos no va, que hay que aflojarse el cinturón, que las reservas internacionales han disminuido, que hay que quitar de aquí para colocar allá. Lo veo afanado con números, cómo suben las acciones, cómo bajan, cómo las materias primas de las que dependemos se han desorbitado.
Pero lo veo igualmente derrochador, no aparentando personalmente la escasez que dice que tenemos. Y lo veo también alardeando más de lo que tenemos: más empleo, más circulante, mayor nivel de vida, menos pobreza, más aumento per cápita. Tengo que verlo así porque así me hacen ver diariamente a quienes se ocupan de estos menesteres monetarios de las naciones, de estos ministros de la hacienda publica que están ahí para manejarlo como hay que manejar la hacienda pública, pero que, al final, los números nunca cuadran. 
Y tengo que verlo sumido en hechos de corrupción, en desviación de fondos, en comisiones camufladas y no permitidas, en entrega de cargos a familiares, amigos, correligionarios, simpatizantes, partidarios, etcéteras. Y si no lo veo así es porque no me he topado con un Ministro de Hacienda sino con un santo.
Pues bien, dicen que esto es lo que fue Eladio: un administrador de las finanzas reales, un Ministro de Hacienda de la época, es decir, el que manejaba los dineros de la corte, del estado, de la nación, de los ciudadanos. Y dicen, además, que lo hizo bien, y sin trampa. Pues ya, y solamente por eso, es de justicia su canonización. Porque se salió del carril que siempre han transitado sus colegas, porque se convención de que los dineros públicos eran públicos y no de escasos particulares.
Este Eladio de Toledo correteo las calles angostas, árabes, judías y cristianas, de ese Toledo ecuménico que siempre ha sido y es: Este caballero de números oficiales y de dineros públicos se topó por los pasillos, los salones y los despachos del poder casi como el que más poder tenía; a él tenían que acudir para los presupuestos. Y me imagino cómo observaba a cada uno, cómo escudriñaba si lo solicitado era de verdad o camuflaje, si el empleo que se le iba a dar al dinero era para lo que se decía y no para el dispendio. Y, al parecer, de su mano ni salió lo que sobraba ni se escamoteó lo que faltaba. Y si lo dicen hay que creerlo. Y si se cree, hay que hacerlo santo.
Una vez sorteado este campo mundanal del dinero, que tantos malos frutos ha cosechado y continúa cosechando, Eladio se ocupó de otros menesteres. Ya no más cuentas, ya no más recaudaciones, ya no más ajustes presupuestarios, ya no más distribución de dinero para que nunca llegara a calmar las necesidades que debería calmar. De ahora en adelante su ejercicio de la administración se arrumbaba por otros derroteros: administrar el espíritu, que también necesita de una buena administración, y administrar a quienes deben administrar el espíritu, que no siempre están preparados para administrarlo. Y de la corte pasó al arzobispado. Y del arzobispado, al buen hacer. Y del buen hacer, al buen morir. ¿Se puede pedir más? Pues este fue san Eladio, el que pasó su vida administrando fondos sin que se le pegaran a las manos.

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