El Beato de Liebana o los Beatos (19 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Había que decirlo de una vez: igual que entre los pucheros se encuentra Dios, también entre los pinceles, entre los buriles, entre las gubias, entre los lienzos, entre los pergaminos. Me vienen a mente santos del pincel como El Greco no solamente porque haya pintado la vida de los santos sino porque la ha pintado santamente. Pienso en Montañés, o en Gregorio Fernández, en sus Cristos Yacentes, en sus Dolorosas, en cada uno de sus Pasos, y no puede dejar de pensar que por entre esas maderas andaban los pasos de los pintados. Es convicción mía que cada una de estas obras son un milagro, y si de milagros hablamos, el resto sobra. Igual que por todos los caminos se va a Roma por todas las obras de arte se va a Dios, y quienes por ese camino intentan empujarnos, bien sea sobre el lienzo, bien sobre la madera, bien sobre la piedra tallada, son santos predicadores de la más alta devoción Algunos, como Fray Angélico, han sido oficialmente reconocidos, a otros por sus obras los reconoceréis.


Y es que el beato de Liébana, que no se llamaba Beato sino posiblemente Pedro, era, además de Abad, artista de los divino. ¿Quién le dice a los montañeses asturianos que este tal Beato no es su santo? Se dedicó a lo que se dedican estos individuos: a mirar por encima de lo que miramos el resto, a descubrir lo trascendente allí donde solamente parece haber piedra, madera o lienzo. Y una vez que contempló lo que al resto se nos escapa, tomó la pluma y lo escribió.


Los Beatos no son personas, son códices. Pero son códices con una muy particular característica: códices artísticos en los que se conjuga la doctrina de la fe, el estilo de la pluma y la ilustración en miniatura. Y este de Liébana, asturiano del siglo VIII, se dedicó a eso: a plasmar su visión del Apocalipsis, a defender que Jesucristo no era hijo adoptivo de Dios sino real y a anticipar que Santiago, el Apóstol, anduvo por aquellas regiones españolas, las compostelanas y otras, antes de que el descubrimiento del sepulcro se hiciera real.


Me he detenido en algunas de las artísticas ilustraciones de estos códices o beatos y he llegado a la conclusión primera: hay que dar categoría de santidad a quien predica con la pluma, con el esmeril, con la cantería catedralicia, con el pincel; al que entresaca de la madera el alma divina, al que cincela en la piedra de las fachadas de las catedrales los misterios increíbles, al que monta los asientos de los coros de las abadías y monasterios, al que en un pergamino hace temblar la pluma para que sepamos que el fin del mundo, inminente o no, según los tiempos que corren, y estos tiempos corren demasiado atropelladamente, nos haga reflexionar.


Pienso que el Beato de Liébana, asturiano, montañés, abad, escritor, sabedor en eso de plasmar misterios no les uno sino muchos. Un tal Facundos, en el escritorio de San Isidoro de León, allá por el siglo XI, fue plasmando en pergaminos las estampas escritas por aquel natural de Liébana al que hoy conocemos como Beato y que es el precursor de todos los Beatos artísticos que en el mundo han sido y que en el mundo serán.

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