San Eutropio o el deposito de la fe (17 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Tengo que admitirlo, este tipo de santos me gustan menos. Y es que eso de andar hurgando en lo que uno cree, sobre todo si eso en lo que uno cree, está por encima de lo natural, se me antoja asazmente peligroso. Acepto que uno puede estar equivocado en su creencia, acepto que lo que uno cree puede no calzar con lo que cree la mayoría, pero acepto igualmente que entre incrédulos y creyentes la diferencia no es mucho: unos se aferran a una sola verdad y los otros no se aferran a ninguna. Así es que se me antoja que la pluralidad de creencias siempre es buena, como es bueno que en el bosque haya árboles de todas clases, y en los jardines flores variopintas, y entre las enramadas aves que diferentes trinos, y en las encrucijadas caminos para cualquier punto cardinal. Es decir, que me gusta la diversidad, quizá porque no me gusta la monotonía, quizá porque no me gusta un solo tipo de seguridad, quizá porque el arco iris se sostiene en siete colores. Así que eso de que todos tenemos que creer en lo mismo se me antoja un desatino no solamente contra la libertad, que lo es, sino contra la estabilidad. Una sola creencia es una imposición, y eso no cuadra.


Cada quien, por vocación, pero sobre todo por profesión, hemos de cumplir nuestro rol, así dicen que se dice, pero si se trata del rol del encarcelamiento, pues que no, que prefiero el campo abierto, la ventana por la que penetre la brisa, el ave no enjaulada, las canciones con distintos ritmos, los pintores con diferentes paletas, los poetas con versos libres o sujetos a rima. No es la mono gama lo que me va sino la gama, el abanico abierto, la pluralidad de opiniones. Y esto me gusta no para renunciar a mi gusto, eso no, sino para contrastar.


Quizá por eso tampoco me guste la censura, y menos la censura de pensamiento, que es mucho más peligrosa que la censura de opinión, porque la censura de opinión es impuesta desde fuera pero la censura de pensamiento es autocensura, y eso es grave. Autocensura, es verdad, también muchas veces empujada desde el exterior aunque creamos que es de elaboración propia.


Dicen que San Eutropio (tampoco me gusta el nombre pero, además de aguantarlo, lo acepto), fue un celoso defensor de la doctrina, o dicho más técnicamente, un guardián del depósito de la fe. Y he de reconocer que la expresión, depósito de la fe, tampoco me gusta. Ya sabemos que es un depósito: un almacén donde van amontonándose algo así como trastos viejos los cuales terminan enmoheciéndose. Un depósito es como un cementerio al que van a parar, antes de tiempo, trastos que todavía podían servir, únicamente echándoles algún remiendo, o permitiéndoles que se oreen, o dejándolos a su aire. Enviar a un depósito las creencias, las ideas, las posibilidades es darles sepultura antes de tiempo.


Pues bien, la santidad de Eutropio consistió precisamente en esto: en dictaminar que las doctrinas de Orígenes, Victorio, Basilio y otros no contaban con todos los avales de la ortodoxia. Es decir, que el señor obispo ejerció su magisterio “con seguridad, celo y entereza”. Eso sí, llevando en su mochila los argumentos de Agustín y de Jerónimo.


No digo que lo que hizo esté mal, pero se me ocurre que no todo el celo desplegado por los purpurados, únicamente por considerarse guardianes de depósitos, esté en perfecta armonía con la verdad.

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