Tironio, Cenobio y otros o la fiesta del circo (20 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

En el circo hoy las fieras van enjauladas, con todas las precauciones, con las medidas de seguridad que dan los tiempos y las diversiones, aunque a veces también fallan. El circo siempre ha sido una ilusión, un contemplar ante los propios ojos casi lo imposible, un observar cómo se desploma lo natural y se aúpa el portento. Por el circo transitan malabaristas, encantadores de serpientes, trapecistas, payaso tristes para provocar alegría, fieras salvajes que obedecen, saltos de la muerte suspendidos en el espacio… Es decir, el circo es el no va más, el reducto de lo imposible, el congelarte el corazón para que luego soples con los labios y digas: ¡Dios mío, increíble! Y es que el circo es lo increíble, el milagro ante tu propio asombro, el truco que no parece.


Y eso, al parecer, fue lo que les ocurrió a aquellos espectadores que habían acudido al circo, por los alrededores de Tiro, a presenciar el espectáculo. Las gradas llenas, a reventar; las trompetas anunciando el inicio, las miradas hacia las puertas de salida de los animales, como si fueran toros de lidia y dictaminar ya, desde el principio, la bravura o la mansedumbre. Allí estaban todos a presenciar lo que se les había prometido: la sangre, la tragedia, la fuerza del bosque, salvaje y sin retoques, con hambre en los estómagos, para poder alimentarse a su estilo. Allí estaba un grupo de indefensos, abrazados unos a otros, Tironio, Cenobio y compañeros, con rostros de miedo, con la mirada agachada, quizá rezando lo que no entendían los espectadores. Eran cristianos y ese era su delito.


Profesar una determinada fe siempre ha sido un delito tanto para los de otra fe como para los de otros intereses. Y los intereses hay que protegerlo, a como dé lugar, con armas de destrucción masiva o con leones. Que caigan culpables o inocentes es lo de menos, lo importante es que caigan, como escarmiento. Si hay que dar disculpas, que no era este el caso, se dan, pero siempre después no antes. El argumento de la prevención en la guerra no el inocente. El inocente es el argumento contra los no inocentes.


Tironio, Cenobio y los suyos estaban en el centro del redondel acusados de lo que no eran, pero por si acaso. Sonó la trompeta y salieron los primeros leopardos, los primeros osos salvajes, los primeros jabalíes, los primeros toros enfurecidos. No era, como algunas películas intentan, para lidiar contra ellos: era para que la salvajada cundiera de ejemplo.
Y dicen que leopardos, osos salvajes, jabalíes y toros enfurecidos perdieron su dignidad salvaje, se acercaron al grupo, olisquearon, volvieron a olisquear por si acaso y dijeron que no, que ese no era su alimento. Y renunciaron. Hubo protestas en el graderío. Hubo acusaciones contra los responsables del espectáculo. ¿Qué engaño era aquel? ¿Qué animales habían traído? ¿Por qué estafaban así al pueblo que para ver, ha pagado? Y salieron otros jabalíes, toros, leopardos y osos e igual. No los gustaba la comida. Se deshizo el tumulto. Protestaron los espectadores. Abandonaron las gradas. Cundió la desilusión.


Y los organizadores dijeron: pues si no son las bestias que sean los humanos. Y los humanos los decapitaron, los molieran a palos, los engrillaron, los arrastraron por el empedrado, los crucificaron, les pusieron al cuello ruedas de molino y los lanzaron a las aguas. Pero no era el circo esperado. Aunque, algunos de los espectadores, llegaron a comentar: ¡Increíble! ¡Esto ha sido un milagro!.

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