San Roman y los locos (28 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No sabía que tuvieran santo que los protegiera. Se han convertido en la estampa inicua de la ciudad, en la basura del progreso, en la radical pobreza. Andan por una vida que no es su vida porque su vida vaya uno a saber qué secreto esconde. Unos dicen que está así porque la novia lo dejó, otros que la pobre mujer anda como anda porque se le han metido cosas en la cabeza que no cuadran, otros que eso viene de herencia, porque su padre era así y uno de sus hermanos deambula por idénticos caminos. En realidad no sabemos si la locura los ha llevado a la pobreza o la pobreza a la locura, o si locura y pobreza es lo mismo, una moneda con dos caras o la cara oculta de la ciudad verdadera.
Deambulan sin ocultarse, se acuestan en los soportales, en la acera, sobre papeles sucios para no contaminarse con la suciedad del suelo. Andan con un saco al hombro donde guardan, prisioneras, sus pertenencias, que son latas, que son trapos recogidos en los basureros, que son papeles en blanco donde dicen que está escrita su historia, que son cofrecitos vacíos de un recuerdo que no quiere desaparecer, que son palabras escondidas de otras gentes con las que hablan para entenderse a sí mismos.


No sabía que estos dementes callejeros, que se acuestan donde sea por las noches, posiblemente con una botellita de ron amarrada a la mano, tenían un santo que los protegiera. Y es de ley que lo tenga, pues no hay ley que los proteja.
El tal protector se llama San Román y es francés. Y aunque de él apenas se sabe, se sabe que un buen día dijo no a la ciudad y tomó camino de las afueras, apartándose lo más posible, para vivir escapado del bullicio. Muy poco llevaba con él: un libro sobre ermitaños, algunas semillas y unos cuantos utensilios. Pues más o menos lo que llevan estos mendigos con bajo uso de razón con los que día a día me tropiezo. Y si se mira, no es poco: un libro, semillas y los mínimos utensilios necesarios. Quizá sea lo suficiente para vivir, o quizá lo imprescindible para comenzar.


Un libro siempre es la sementera de otras ideas, y unas semillas la sementera de otros frutos. Y los utensilios pues, para dar consistencia a las ideas y a las simientes. No cuadra esta manera de pensar con los escaparates con los que diariamente se topan los dementes citadinos modernos. Locura sería que junto a las vitrinas expusieran ellos las pertenencias que guardan en el saco. Y hay quien lo ha hecho, porque lo he visto. Y hay quien lo ha llamado loco, porque lo he oído. Pero he escuchado también que alguien ha contestado:
- ¡Quién sabe!. ¡Quizá no tanto como parece!.
A San Román lo nombraron patrono de los dementes porque, dicen, en sus correrías un día sanó a dos. No sé con qué autoridad lo hizo, seguramente con la única autoridad digna en estos casos: la de la compasión. Pero se me ocurre pensar en un santo protector para estos tiempos que meta en su agenda todos los tipos de locuras que no lo parecen, pero que son las que nos perturban.


San Román permaneció alejado de la ciudad. Construyó un monasterio. Convenció a algunos para que lo habitaran. Y vivió y murió en su soledad. Como viven y mueren los locos: en medio de la soledad citadina que la modernidad ha inventado para ellos, o en medio del poder que también ha inventado para ellos la modernidad.

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