Leandro o los Visigodos (27 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Huele Sevilla a perfume de santidad por todos los costados. Es raro, porque son los arrianos quienes imponen las leyes de la fe. No obstante huele Sevilla con un perfume muy especial, y dicen que sale de allí, de aquella casa, que no es casa de gente de poca monta, sino que está amparada por la nobleza. Es de aquella mansión de donde emana el perfume, y es verdad que hay geranios, y alhelíes, y rosas, y claveles, es verdad. Sevilla siempre ha sido ciudad de buenos olores, de buenos colores, de estupendas flores. Cualquier casa sevillana se engalana convirtiéndose en jardín. Pero de aquella casa el perfume es más intenso.
¿Quién vive allí? Una familia que ha venido desde Cartagena, que es de estirpe visigoda, y que la madre, dicen, simpatiza con las doctrinas de Arrio No es nada extraño: los reyes visigodos, Leovigildo, asentado en Toledo, su hijo Hermengildo, asentado en Sevilla, y Recaredo, le han dado la mano a las enseñanzas de Arrio, y todos se asientan en esa fe:
- El Hijo de Dios, aunque es una persona muy especial, no es eterno –eso dice Arrio.
- El Hijo de Dios no tiene la naturaleza del Padre, porque no hay más que una persona divina – eso predica Arrio
- La Trinidad, por lo tanto, es un invento, no existe – eso asegura Arrio.
- La redención, que sí es, no es infinita sino limitada – eso creen los que siguen las doctrinas de Arrio.
Pero esos dichos no van con Leandro y sus hermanos (Isidoro, Florentina y Fulgencio) y se empeña en convencer a todo el reino de que no es esa la doctrina de los apóstoles.
Comienza en Sevilla el perfume de la palabra de Leandro. Estudia, se documenta, asciende en el escalafón eclesiástico, es nombrado metropolitano de la ciudad y, artista como es, funda una escuela de artes y de ciencias para divulgar la verdad contra la equivocación de Arrio
No es fácil que los visigodos cedan. Y Leovigildo y los suyos comienzan a temer. El reino, para que pueda sustentarse, debe apoyarse en una sola fe, y la que manda es la fe de Arrio. En Sevilla y en Toledo. En cualquier lugar donde los visigodos manden y ordenen. Así es que lo más prudente, a pesar del origen de su noble procedencia, es que Leandro salga de la ciudad, bien por las buenas, bien exilado. Y lo envían a Constantinopla.
Comienzan las reuniones, los concilios, las precisiones doctrinales, las componendas diplomáticas con los reyes porque de lo que se trata es la unidad del reino y para que exista unidad política es imprescindible unidad de creencia. Y este argumento no solamente es de los reyes, también de Leandro y el resto de los doctos.
Hasta que lo consigue. Porque ese perfume que emana de la casa de esta familia es tan penetrante, y se divulga tanto, que ya andan el resto de los hermanos (Isidoro, Fulgencio y Florentina) con idénticos empeños a los de Leandro.
Recaredo acepta las conclusiones del III Concilio de Toledo y el asunto se serena. Pierde influencia Arrio y los visigodos cambian de doctrina. Todos se habían salido con la suya: una sola política en el reino y en el reino una sola fe. Y Sevilla, y el resto del reino, quedó inundada por ese perfume que salía de la casa noble de una familia que había venido de Cartagena para asentarse a la ribera del Guadalquivir.

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