San Porfirio o el cuidador enfermo (26 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Lo veían todos los días de acá para allá, subiendo y bajando, achacoso, casi sin fuerzas, a veces con deje de tristeza en los labios, luego con una alegría imposible de determinar. Se apiadaban de él porque no era normal que un enfermo, día a día, se acercara hasta el monte de los Olivos, acariciara el tronco de un árbol, se recostara en él, enviara la mirada hacia un más allá cercano para alcanzar y ver lo que solamente él alcanzaba y veía. Lo veían retornar y ascender luego las escaleras de la casa y sentarse en una silla del comedor, como si se tratara de un invitado más, de un comensal de privilegio. No importaba que la comida no fuera servida, el alimento era estar allí, ladearse a un lado, al otro, interrogar con la mirada a este o aquel para luego llevarse el cuenco a los labios como si se tratara de la última bebida. Seguía su caminata hasta donde el sepulcro, el Santo sepulcro, vacío. ¿Si estaba vacío, para qué acudir allí?. Y acudía, y se recostaba sobre la losa y murmuraba cosas que solamente él entendía. Y luego salía radiante, pero cansado. Los pies casi no le daban. Y la gente comentaba: 
- No seguirá así por mucho tiempo.
Era Porfirio, natural de Tesalónica, allá por el año cuatrocientos, que se había empeñado en vivir reviviendo. Tenía que empaparse de los lugares por donde anduvieron Jesús y los suyos. No es lo mismo oír que ver, y no es igual ver que tocar.
Ya se sabía que este hombre de naturaleza enfermiza podía estar en mejores sitios para curar su mal, pues fortuna, dicen, no le faltaba, y lugar donde estar con los suyos tampoco. Pero había preferido una cueva por los alrededores del Jordán porque decía que debía expiar muchos pecados. Pecados que nunca se supieron, es la verdad, a lo mejor inexistentes, pero que él se empeñaba en redimir.
Y herencia sí tenía, porque envió a Marcos a Tesalónica para venderla. Y copiosa era, porque remedió a muchos necesitados con la venta. Pero la gente continuaba comentando:
- Más vale que utilice ese dinero para curar su enfermedad.
Le dio por cuidar la cruz sobre la que ajusticiaron a Jesús. Cuidarla, pues se oía que muchos no querían ver rastro de cualesquiera de las cosas que recordaran a aquel Nazareno crucificado y que ahora tenía muchos seguidores.
Se restableció, porque hizo caso a una voz, posiblemente a un sueño, que le dijo:
- Deja ya de cuidar la Cruz y ve a cuidar a los pobres, que cada uno de ellos lleva también su cruz.
Y fue. Ye encaminó a Gaza, repleta de pobres y de paganos. Y de agua. Un verano largo y seco hacía estragos. Las gargantas se quemaban, las cosechas del campo también. Y el rumor se extendió:
- La culpa es de Porfirio. Nuestros dioses no lo quieren aquí porque está empeñado en suplantarlos por su dios.
Para acallar a los rumoreadores ideó una procesión. Muchos le siguieron. Cantaban para que regresara la lluvia. Se trataba de una forma muy alegre de rezar. Y llovió. Unos quedaron convencidos, otros no. Pero Porfirio, sin mayores argumentos, continuó con lo suyo, que era predicar los sueños que había revivido en sus caminatas al huerto de los Olivos, a la casa donde Jesús y su grupo cenó por última vez, al sepulcro vacío. Y continuó enseñando por calles y plazas, y muchos, muchos, lo siguieron. Fue el 26 de febrero del año 420 cuando emprendió el último camino hacia el sepulcro.

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