Valerio o el vivir entre montes (25 febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Dicen las gentes del lugar que por esos montes anda un hombre a escondidas, y que no saben lo que hace. Algunos dicen que ha llegado desde Astorga, otros que no, que es de Ponferrada de donde procede. Puede ser un fugado de la justicia, puede ser un salteador de caminos. De seguro que tiene sangre en las manos. Dicen que no tiene lugar fijo, y que lo mismo pernocta bajo una peña que escondido en la guarida de una raposa. Tantas cosas dicen de este individuo que desean comprobar. Van y comprueban.


Y comprueban que sí, que por aquellos lados vive un hombre, pero no bandido, no salteador, no fugitivo, no de malas mañas. Por aquellos lados el robar es algo que no se da.
- ¿Qué hay, buen hombre?
Al hombre le gusta que lo hayan saludado así, y aunque no parece de muchas risas, sí de sonrisa de agradecimiento. Y el hombre les ofrece un mendrugo, y una cantimplora con agua fresca, de esos riachuelos que por allí nacen y hacia los valles se encaminan. El hombre les ofrece de comer cuando ellos iban a ofrecerle. Y ellos toman y muerden pan y beben agua, y el toma y come queso, y bebe vino. Y no dicen más, ni él ni ellos.
No dudan al dar la noticia: Sí, el hombre no es fantasma, el hombre no es malhechor, el hombre no es de malas mañas. Sí, se han topado con él y aunque no lo ha dicho ellos se atreven y lo dicen:
- Se trata de un ermitaño.
No se tenía noticias de solitarios así por aquellas comarcas, pero alguna vez tenía que ser la primera, porque la geografía daba para esas soledades, para esos refugios, para ese estar con uno mismo. Tierras de magia, Cumbres de dos mil metros. Escarpados, Valles regados por riachuelos. Son los Montes Aquilianos. El Bierzo. Por aquellos lados solamente se han atrevido monjes construyendo monasterios, monjes viviendo en ermitas, pero solitarios como éste, no. Así que los montañeses se deciden y dicen que hay que construir una ermita, porque ermitaño sin ermita no cuadra. La construyen, y una vez construida acuden ante él para que les hable. ¿De qué?. De lo que sea. Si de Dios es, de Dios. Si no, de la naturaleza, de las nieves que todavía se perfilan en los picachos, de lo que dice el viento cuando sopla por entre los desfiladeros. Sólo con oírle contar es suficiente.
Como el obispo sabe que la gente va, le nombra un compañero para administrar la ermita. Los montañeses dejan monedas solo por escuchar. Y algunos alimentos. Y el compañero se hace con las monedas. El hombre no desea aquel ejemplo y huye.
- ¡Ha huido el ermitaño!
Vuelven a buscarlo. Lo encuentran. Vuelta a empezar. Otra ermita. Y otro compañero a quien también le gustan las monedas. Y de nuevo la huida. Y de nuevo la búsqueda. Y de nuevo los consejos. La gente no se cansa. Ya comienzan a circular rumores.
- Es santo.
El dice que no, que no digan eso, que solamente es hablador, un eremita silencioso que en el silencio aprende lo que dice. Dicen que dijo que el silencio es milagroso, que el silencio comunica más que cualquier palabra, y que la soledad es la mejor compañía porque cuando uno se aparta del mundo es para que el mundo venga a él. Eso dicen que dice. Y lo creen. Se llama Valerio y ya antes de morirse, en el siglo VII, los montañeses leoneses lo llamaban santo. Aunque él decía que no. Su cuerpo todavía reposa en aquellos parajes.

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