San Policarpo o el discípulo de San Juan (23 febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Estos ya son hombres de primera línea, personas que vieron y oyeron a los protagonistas, gentes creíbles. Y es una lástima que desconozcamos datos de estas amistades, de estos contactos de primera mano, de estos retratos hablados que, me imagino, Juan contaría a su discípulo.


Quisiera ponerme a imaginar: contemplar a ambos sentados bajo un árbol, o paseando por cualquier camino desierto. Juan recordando esos tres años de su vida, todas las dichas y las desdichas, todos los entendidos y malos entendidos, todas las sospechas y las aclaraciones. Cómo era cada uno de sus compañeros: el temperamento de este, la gracia de aquel, la flojera del otro, el mal humor, los problemas familiares, el para qué me habré metido yo en esta historia. Y de qué hablaban, porque lo que dicen los evangelios es un resumen muy resumido, una especie de conclusión. Pero tenían que hablar de otras muchas cosas.


Y Policarpo escuchando, sin perder detalle, preguntando también. ¿Y Jesús regañaba? Pues sí. Pero también contaba chistes. ¿Y cuando los milagros?. Le quitaba importancia, tanto que decía: el que tenga ojos para ver, que vea; el que tengo oídos para oír, que oiga. O sea, que no se portaba como Dios. Pues no. Ni nos lo imaginábamos. Lo que sí era distinto era la palabra, la conversación. Te convencía, Policarpo. Convencía a todos. Yo creo que el gran milagro de Jesús fue la palabra. La palabra y la mirada. Te miraba, y ya. Asunto resuelto.


Claro, esto son imaginaciones mías. En la vida de Policarpo no aparecen semejantes conversaciones, pero era su discípulo y todo discípulo, por serlo, quiere aprender de su maestro.


Cuenta San Ireneo, amigo de Policarpo, en carta escrita a un cristiano: Todavía me parece estarle oyendo contar que él había conversado con San Juan y con muchos otros que habían conocido a Jesucristo, y repetir las palabras que había oído de ellos. Y yo te puedo jurar que si San Policarpo oyera las herejías que ahora están diciendo algunos, se taparía los oídos y repetiría aquella frase que acostumbraba a decir: ¡Dios mío! ¿por qué me has hecho vivir hasta hoy para oír semejantes horrores? Y se abría alejado inmediatamente de los que afirman tales cosas”.


Pues nada, lo dicho: que era de eso de lo que hablaban. Y si era de eso de lo que hablaban ¿cómo Policarpo no iba a defender lo que creía? Pero hay algo asombroso en la vida de este Santo. Que tenía miedo, tenía mucho miedo a que lo mataran. Por eso, cuando estalló la persecución contra los cristianos, se escondió. Y, como siempre ocurre, alguien lo delató. Y él, pues hágase la voluntad de Dios, que es como decir ¡qué se le va a hacer! El resto de la leyenda sobra: que cuando lo quemaron su cuerpo no quiso arder, que de su cuerpo salió una blanquísima paloma, que al brotar la sangre del corazón de Policarpo la hoguera se apagó. Para mí que murió como su maestro, y como Jesús, sin mayores alharacas, tal y como la muerte agarra a cada quién.

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