Santa Joaquina, la viuda (24 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Veo tan normal, tan normal a esta mujer, que creo que por eso fue santa: por normal. La veo normal, no normalota, que es bien distinto. La veo normal de joven, de casada y de viuda. Y ya es mucha normalidad.


A esta barcelonesa tampoco le faltaba de nada: su padre bien asentado, rico y funcionario público. Es decir, una chica bien. Su madre, pues como son las esposas de los hombres ricos pero sin ostentación y funcionarios públicos también sin ostentación, que no es poco decir si chequeamos hoy día a los protagonistas de las riquezas y de los puestos estatales. Además, familia numerosa. Ocho hijos, ocho hermanos. Una casa con ocho hijos es muchísima casa para la algarabía, para las preferencias entre hermanos, para las acusaciones de poca monta, para las riñas fraternales, para todo eso. Así es que la mujer tenía que lidiar con todos ellos con la sutileza que solamente se le ocurre a las madres. A pesar del número, o precisamente por el número, todo iba bien.


Había que casar a las hijas, porque de eso se trata en las familias, al menos en el siglo XVIII. Y con cierta pompa, dado el estatus, porque eso ni es malo ni se puede prohibir. Y apareció el pretendiente. Tres eran las hermanas para un solo pretendiente, también hacendado, también empleado oficial. Es decir, un matrimonio siguiendo la línea de la casa. Pero eran tres las hermanas y las tres hermosas, y el joven sin decidirse. No es que quisiera para sí a las tres pero tampoco quería desairar a dos. Y se inventó el truco del regalo. Un regalito aparentemente tonto, unas almendras, posiblemente garrapiñadas, para cada una. A dos de ellas les pareció un regalo insignificante, casi pueril. Pero a Joaquina no. Dijo simplemente: 
- Me gustan las almendras.
Argumento más que suficiente para que el joven la pretendiera oficialmente. Así es que pudo decir: me casé gracias a un puñado de almendras. Hubo boda. Después vinieron los hijos. La casa se llenó de ellos. Y a repetirse otra vez la historia. Algarabía y madre atenta a los caprichos de cada uno.


Pero no siempre la vida marcha sobre hojuelas y un mal día la guerra se llevó al esposo. Tenía solamente 42 años y Joaquina 33. Y ocho hijos. Recursos para vivir no le faltaban. Pero ¿para qué los recursos? ¡Que los disfruten los hijos! Así es que renunció a la elegancia de sus vestidos y se dedicó a visitar los hospitales y a ayudar a los pobres.
Al principio pasó por loca:
- ¡Una mujer como ella, tan distinguida!. La muerte de su esposo la ha llevado a esa situación.
Pues resulta que de loca, nada. Había, eso sí, encontrado otra razón para continuar viviendo: los pobres, los enfermos, los que la vida les había privado de lo que le había concedido a ella. Y como para atender a tantos ella sola no era suficiente, vino lo que vino: crear una congregación, la de las Carmelitas de la Caridad.
Su viudez no le dio locura sino cordura. Podía haberse dedicado a otras cosas, como tantas otras viudas; pero cada cual toma sus decisiones y Joaquina se fue por esta. Y por eso la siguen queriendo tanto en Barcelona.

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