José, El Santo cantor (3 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

A cada cual le da por lo que le da, y a este José le dio por cantar. Cantar en aquellos tiempos, por los años ochocientos, es como cantar en todos los tiempos. Aunque, eso sí, no era un comercio eso de cantar. Se cantaba en la alegría y para la alegría, y también en las desdichas. Se celebraban, cantado, las victorias. Las derrotas eran mucho más funerarias. Los matrimonios avanzaban a los sones de músicas. Los emperadores, gobernadores, alcaldes y demás sostenían en sus cortes a cantores para animar las veladas, o lo que hiciera falta. Los soldados iban a las batallas cantando, aunque puede que no volvieran. Los zagales enamoraban con coplas, como en todas las épocas. Y los temas de las canciones, los de siempre: el amor, el desamor, la victoria, a veces la derrota, el dar rienda suelta a la alegría a veces con letras pícaras, a veces con letras más en consonancia. Así es que eso de cantar es de todos los tiempos y para todos los temperamentos. Eso sí, no era una profesión masivamente comercializada, como ahora. No había ídolos millonarios musicales, como ahora. No se reunían para conciertos multitudinarios, y a veces estrafalarios, como ahora. Pero cantar, se cantaba.
También en las iglesias, pero sobre todo en los monasterios, se cantaba. Así es que la música ha sido siempre, y en todas las religiones, una manera de rezar en voz alta y a buen ritmo, una forma comunitaria de comunicación con Dios.
A este tal José, natural de Sicilia, aunque tuvo que escapar de la isla, con toda su familia, hasta Grecia, por temor a las invasiones árabes, era cantante por naturaleza. Hasta en las travesías, cantaba. Cuando los piratas árabes lo capturaron, yendo hacia Roma, en tiempos de persecuciones iconoclastas, continuaba cantando. Y en el monasterio constantinopolitano de Latomos, donde se hizo monje, continuaba cantando. No había quien le quitara de los labios la canción.
Hasta que le vino la inspiración musical, que siempre es una inspiración divina, para que aquello que cantaba quedara para perpetuarse. Es decir, se convirtió en compositor, en lo que hoy se llama cantautor. Poesía y música se dieron la mano. Verso convertido en ritmo. Quería hacer de la oración, música y de la música, oración. Quería que las ceremonias de los santos transcurrieran al son de la música, puesto que si todos ellos, aún los mártires, habían muerto con sonrisa en los labios, ¿por qué ceremonias tristes? ¿Por qué lamentos para quienes gozaban ya de la felicidad? Y comenzó a redactar eso que llamamos cánones, en honor de los santos, con la intención de que las ceremonias en su honor resultaran dignas.
Dicen que compuso el famoso himno “el Paráclito”, al cual convirtió en ocho canciones, es decir: la misma letra para todos los días de la semana pero distinta música para cada día. Es una forma de decir que en eso de rezar hay que romper la monotonía, que la oración no es repetición cansina sino melodía diversa.
No sé si este tal José, siciliano de nacimiento, realizó algún milagro. Tampoco importa. Para mí cantar ya es un maravilloso milagro, y componer para que otros canten, más. Y lograr de la oración una canción, más todavía.

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