Los cuarenta de Sebastes (1 de marzo)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Eran cuarenta y eran soldados. Buenos soldados, de los mejores. Soldados del imperio. De aquel imperio que comandaba el emperador Licinio, en el siglo IV, y que andaba por Sebaste, en Armenia. Era invierno y el frío pelaba. Frío de nieve, de agua nieve, de viento helado. Frío de intemperie. Pero eran soldados y qué no aguanta un soldado. Ni el frío ni el calor, ni la lluvia ni la arena del desierto son obstáculos para el soldado. El soldado se empina sobre los inconvenientes, los supera. Si el soldado no supera a la naturaleza jamás superará al enemigo.
Eran tiempos en los que el cristianismo ya no era minoritario pero el paganismo tampoco había cedido. Así es que todo dependía de la gracia del emperador. Si éste iba con los cristianos, los cristianos arriba; si iba contra ellos, los cristianos abajo. Y aunque a los jefes les preocupa más la victoria que la fe, a veces no, a veces acuden a la fe para que la victoria prospere. De ahí las guerras religiosas de entonces, de después y de ahora. De ahí el dios de las batallas. De ahí los dioses guerreros.
Parecía más o menos calmado el ambiente y hasta era posible la convivencia entre cristianos y paganos. Los cristianos eran más dados a propagar su creencia, los paganos más dados a conservar sus privilegios. Pero vino Licinio y dijo que no, que el imperio es cosa de dioses, de los dioses del imperio, de los que siempre vencen, de los que adoran a la fuerza, de los que construyen sus altares sobre los muertos. Vino Licinio, año 320, y promulgó el decreto. El pregonero anunció: “Todo cristiano que no reniegue de su religión será condenado a muerte”. Y el gobernador de Sebaste, en Turquía (Armenia), ordenó a su pregonero que anunciase: “¡Por orden del emperador!. ¡Todo cristiano que no reniegue de su fe será reo de muerte!. Y para probar a la tropa, ordenó: Es obligación de todo soldado del imperio ofrecer incienso a nuestros dioses”.
Eran más, pero cuarenta se plantaron y dijeron que no. Y terminaron en la muerte.
He visto a muchos soldados decir que no: soldados de la guerra del Vietnam, muchos, dijeron que nunca más; soldados en Afganistán dijeron que nunca más, soldados en Irak dijeron que no. Soldados que se percataron que no era lícito seguir adorando al Dios de aquellas guerras, aunque su comandante en jefe predicara que eran guerras en nombre de Dios. Se ha contado de muchos desertores, quizá de los que no había más remedio que nombrar, como esos cuarenta de Sebaste. Pero muchos más hicieron otro tanto: ¡Esa guerra no! Les ordenaron quemar un incienso que no era redentor, y dijeron que no. Les ofrecieron condecoraciones, y dijeron que no. Fue el presidente en persona a decirles que eran los héroes de la patria, y dijeron que no. Es decir, se convirtieron en desertores, traidores, apartidas, insensatos, contaminados por ideologías de otros credos. ¡Qué sabemos lo que les dijeron!. Pero ellos continuaron diciendo que no.
Aquello que ocurrió una vez en Sebaste, la obligación de quemar incienso a quien no es Dios verdadero, ha comenzado a ser moneda constante y sonante. Posiblemente todavía no de amplia circulación, pero estas rebeldías pican y se extienden. Así es que día vendrá en que acontezca una negativa masiva al emperador para que se quede él solo en un campo de batalla que no es de salvación sino de condena.
Los cuarenta de Sebaste tienen seguidores, aunque los de ahora no sepan que una vez, por Armenia, cuarenta soldados del imperio dijeron no a la muerte.

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