Vicente, el diacono (22 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Ya sabía yo algo de este tal Vicente porque mi tío, Vicente también, me lo contó cuando era yo muchacho.
- ¿Sabes que a San Vicente lo quemaron en una parrilla?
- ¿ Y a ti te quemarán, tío?
Mi tío sonreía. Decía la sonrisa de mi tío que él no llegaba a tanto, que algunos malos sinsabores posiblemente le depararía la vida, pero que esos del martirio no estaban escritos para su cuerpo. Desde entones, y por temor a lo que pudiera ocurrirle a mi tío, puse empeño en saber más de este Vicente de Zaragoza, que no llegó a cura pero sí a diácono.
Ya eran dos los diáconos que yo conocía a esas edades y ambos relacionados con las parrillas: este Vicente, y San Lorenzo, que sigue siendo el patrono de mi pueblo, diez de agosto su fiesta, y que lo llevamos en andas, cuando la procesión, luciendo su traje de diácono, que siempre me pareció más consistente que el del cura del pueblo, y sosteniendo la parrilla. Así es que, para mí, y desde entonces, el diaconado se asoció con este martirio de hierro incandescente y atizadas las brasas por esbirros de mala fe.
Vicente era cristiano, en Zaragoza, en aquellos años en los que el emperador Diocleciano nada quería saber ni con el tal Jesús ni con sus seguidores. Pero Vicente, además de ser cristiano, era ayudante del obispo de la ciudad, es decir, su mano derecha, el que hacía lo que el impedimento no permitía al obispo. Y de lo que carecía aquel obispo zaragozano era precisamente de la facultad de hablar. Vamos a decir: tartamudeaba. Y tal deficiencia no queda bien en boca de un obispo quien, sobre todas las cosas, debe proclamar la palabra. Así es que el obispo dijo a su diácono:
- Predica tú.
Y Vicente, por obediente y porque además le gustaba, predicaba. Tan bien lo hacía que las gentes acudían para oírle. Y cuando se oye con devoción lo que se predica con devoción, puede que quede sembrado y prosperen, de esa siembra los nuevos adoradores. Pero esto ya era harina de otro costal, esa harina que Daciano, el mandamás de Zaragoza, no estaba dispuesto a cernir.
- Ya lo hemos apaleado bastante –confesaron los carceleros cuando el cónsul dijo que llevaran a su presencia a Vicente.
- ¡ Esos tormentos no sirven!. ¿No veis cómo siga hablando?. Llévenlo y aplíquenle lo que le haga entrar en razón.
Le aplicaron el potro. Le ataron sogas a los brazos y a las piernas. Estiraron. Crujían los huesos. Pero Vicente no dio su boca a torcer: continuaba hablando como siempre.
Lo apalearon como se debe apalear para que el cónsul no tenga que pedir cuentas. El diácono, tampoco.
- ¡A la parrilla! –ordenó el jefe.
Calentaron la lumbre y lo tendieron sobre los hierros. Dicen que le echaban sal en las heridas para que el escozor se hiciera insoportable. Pero Vicente, tampoco.
- ¿Qué es lo que tiene este tipo que no cede? Ha sobrevivido al potro, a los latigazos y mamporros, a las brasas y al hierro incandescente. ¿Quién lo protege? ¿Qué es lo que está pasando?
Lo llevaron al calabozo y lo dejaron de pie, sobre vidrios cortantes, para que no pudiera dar paso. Y dicen que tampoco. Aunque yo creo que sí, porque al poco murió, a pesar de que dicen que el carcelero lloró cuando su muerte.
Mi tío siempre me recuerda a este diácono a quien le ocurrió lo que le ocurrió por prestar su voz a la voz poco favorecida, tartamudeante, de su obispo. Y mi tío, todavía hoy, se me asemeja a este diácono porque cuando habla, convence. Todavía hoy. Se trata del milagro de la palabra bien dicha.

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