Verónica y las quemaduras (13 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No parecen las manos de una muchacha quinceañera para lucirlas como hay que lucirlas. No parecen las piernas de una muchacha de esa edad, que son piernas para ver y dejarse contemplar. No parece el donaire de una zagala del siglo cinco, que aunque con falda hasta los tobillos tiene que alzársela para caminar por el bosque, para arrancar hierbajos, para escardar surcos. No parece el cuerpo de una zagala que tiene toda la vida por delante y más que un pretendiente a su paso. Estas muchachas se han acostumbrado a su condición y andan por la vida con la digna condición de la pobreza, pero sin ufanarse de ella. Porque hay un pecado terrible: ese de ufanarse de la necesidad, ese de mostrar al resto las propias deficiencias para que la lástima fluya. No era de esa condición Verónica.
Verónica era pobre, que no es virtud alguna, pero digna, que eso sí es virtud. Se acicalaba como podía. Se atusaba la cabellera para que no desmereciera de su condición. Y se dedicaba a lo que sabía: andar por los huertos, sacar el agua del pozo, arrear a los animales, preparar la lumbre, ir al regato a lavar, luego planchar, y entre ida y vuelta, preparar la comida. No era ella sola la que hacía semejantes menesteres. Muchachas de su condición a aquellas alturas del siglo cinco, a montones. Muchachas de su condición, a estas alturas de este siglo, a montones.
Por eso dijo con esa gracia natural del campo lo que hay que decir cuando se les pregunta:
- ¿Y qué sabes hacer?
- Lavar, planchar, cocinar, hacer los mandados, ir de acá para allá.
O sea, que de especial, nada; a no ser que estemos convencidos de que lo más especial es lo más rutinario, lo más vulgar, lo más a pie de uno. Por eso, cuando llamó al convento de las hermanas agustinas, siglo cinco, y le preguntaron, qué sabes hacer, Verónica, sin bajar la mirada, contestó lo que sabía.
Vero es una muchacha de la misma edad que trabaja en casa de unos amigos. Se ha quemado con la plancha. La ampolla ha crecido en la mano izquierda y esa crema que le ha prestado la señora no termina de curarla:
- Te quedará cicatriz. A no ser que le reces a Santa Verónica. Toma esta estampa.
Y la estampa de santa Verónica decía: “¡Quemadura, quemadura! Te ordeno, en nombre de santa Verónica, que amaine el dolor, que se pierda la cicatriz, que desaparezca ese color amoratado. ¡Quemadura, quemadura! En nombre de santa Verónica te lo ordeno.
- ¿Se te ha curado la cicatriz, vero?
- Sí, señora.
- Gracias a la estampita.
- Yo creo, señora, que es gracias a la crema.
- ¡No seas incrédula, niña!.
Santa Verónica de Binasco, italiana, siglo cinco, entró como conversa en un convento de las hermanas agustinas para continuar haciendo lo que fuera del convento ya hacía: lavar, planchar, cocinar, esas cosas. Y como eso lo hacía bien, pues se convirtió en santa, que no hay que hacer más que lo que se sabe, y bien, para serlo. Ahora la invocan contra quemaduras ocasionadas por las tareas domésticas, que son muchas las quemaduras que se producen. Aunque Vero, la doméstica de mis amigos, confíe más en las cremas.

.