Tomas de Aquino, compañero de ruta (28 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No sé qué decir de este santo, la verdad. Lo único que se me ocurre es decir una, mil veces, gracias, amigo. Y voy a contarles el por qué de mi osadía.


Andaba yo en esos años que también él anduvo, con mucha rebeldía encima, y cuando los horizontes ya están aunque la claridad todavía no es suficiente, cuando me topé con él. Fue en el camino, porque uno siempre se topa con el amigo en el camino. Este era un camino de claustro adentro, que es un camino intemporal y efectivo, que es un camino en el cual uno encuentra lo que busca. Quiero decir, andaba yo en compañía de dominicos, que es mucho andar y, además, presumo de que se note el orgullo cuando lo digo, cuando me topé con Tomás. Y desde entonces, también lo digo con orgullo, permanece en mi compañía. Corrijo: yo en la suya.


Para mí, y con perdón, los detalles de la vida de este santo, que son muchos y de alto calibre, tienen menos importancia que mis personales detalles a su lado. Porque no hay quien me quite que si algo sé, a él se lo debo, tanto en filosofía, como en teología y, si me apuran, en esto de la pluma. También me explico: mi primer premio literario, tremendamente primerizo, fue obra de su famosa tentación: aquella que dicen que tuvo durmiendo, cuando una mujer, desnuda, se presenta en sueños para lo que se presentan luciendo su cuerpo sin trabas. Fue una tentación, por lo mismo, de quilates menos tangibles, pero que hasta en el sueño pudo con ella. Por ahí iba lo que entonces, también en forma primeriza, escribí. No conservo, desgraciadamente, aquellas páginas


No nos parecemos, es verdad, en nada, o casi en nada: él gordo, yo endeble; él de inteligencia desbordante, yo aprendiz siempre, abrevando en las letras que puedo; él de santidad probada, yo siempre a trompicones en ese camino; él con tentaciones vencidas, yo no todas; él con libros de filosofía y teología que perduran, yo con algunas novelas que no sé cuál será su destino. Eso sí: ambos nos hemos vestido con la misma ropa blanca y negra, ambos hemos deletreado el mismo gregoriano, ambos fuimos atraídos por la misma estrella del mismo padre, de nombre Domingo, y nacido en Caleruega, Burgos; y ambos hemos confesado pecados casi igualitos, esos que se cometen de pensamiento, palabra y obra en la soledad de la celda monacal o en las discusiones con los compañeros. Que, siendo veniales, según creo ahora, entonces eran de consideración.


¿Hay que decir que este Tomás, de noble familia, nacido en castillo, escapándose de casa para no seguir el destino que su ascendencia presumía para él, que luego se aplicó a los libros, que escribió tanto y tan bien que uno no entiende cómo, que rezó tanto y durante tanto tiempo que uno no sabe de dónde lo sacó, que siendo como era tan inteligente, llegaron a apodarlo “buey mudo” para reírse de él, hay que decir que este Tomás es quien bautizó la filosofía de Aristóteles y que gracias a él se revolucionó el saber de entonces y de ahora?


Milagrero no era y eso también me satisface, ya que los milagros tradicionales no son la única garantía para los altares. Y tengo que confesarlo: a este Tomás no lo veo como santo, tan normal que fue, tan gordinflón, tan escribidor, tan tozudo a veces. Dicen que su mejor milagro se llama Summa Teológica, y yo lo creo, porque todavía ese alimento perdura en mi. Por eso, aunque posiblemente sea el santo más renombrado que ha pasado por mi vida, tengo que seguir llamándolo amigo Tomás. Son cosas que a uno le quedan de muchacho y de las que resulta difícil desprenderse.

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