Timoteo, el compañero (26 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

En la historia, y en la vida de Timoteo, está metida gran parte de la historia y de la vida de San Pablo. También vale a la inversa. Fueron dos compañeros en las duras y en las maduras. San Pablo, por supuesto, mucho mayor. Timoteo, cuando comenzó sus andanzas, casi un muchacho. Precisamente por eso Pablo le dice que no se avergüence de su juventud sino que la conserve y la ponga a valer.


Cuando Pablo no lo tenía al lado, lo llamaba hijo, por carta. Y cuando no escribía a él, sino a otros, también dejaba constancia escrita de que Timoteo era su preferido, su hijo inseparable, el de toda confianza en la predicación. No solamente le colocó las manos para permitirle la predicación oficial sino que terminó nombrándolo obispo de Efeso. Más confianza no se puede tener, y más en aquellos primeros años cuando el cristianismo era prácticamente una simiente y Pablo uno de sus máximos sembradores


Pablo conocía a la familia de Timoteo, y en la casa de sus padres reposó alguna temporada. También deja constancia en sus escritos de esta amistad. Y cuando le habla de la familia lo hace con nombre y apellido: recuerda a tu abuela Loida, recuerda a tu madre Eunice.


Mucho tuvieron sobre qué conversar durante sus correrías apostólicos estos dos hombres. Mucho acerca de la expansión de la fe. Mucho acerca de los peligros que acechaban a los seguidores de Jesús. Pedro lo sabía por experiencia propia: él había sido un perseguidor sin escrúpulos. Y porque lo sabía, también lo alertaba: No tengas miedo, Timoteo, pero no te expongas; si hay que entregar la vida, se entrega, pero cuando llegue el momento, no cuando uno lo provoque.
Era muy práctico este Pablo. No hay más que leer sus escritos. Tan práctico que estaba en todo, cuidaba los detalles: “Cuida la salud, Timoteo; no tomes sólo agua; mézclate de vez en cuando un poco de vino, por tus continuos males de estómago”. Es muy posible que se tratara de consejos prácticos de hombre de a caballo, de aguerrido jinete, como había sido Pablo antes de que su alazán tropezara camino de Damasco. Lo cierto es que ambos se conocían a la perfección, al detalle, hasta en esto de los achaques.


Cuando Pablo fue encarcelado en Roma, Timoteo estaba allí, a su lado. ¿Cómo dejar a solas, en prisión, al compañero de ruta, a quien lo protegía como padre, a quien, una y otra vez le hacía recordar las bondades de su madre y de su abuela?
- “Está conmigo, acompañándome, Timoteo”, escribió desde la cárcel, como si esta presencia física de Timoteo fuera la garantía de que nada iba a ocurrirle.
Timoteo murió martirizado, como todos los compañeros de ruta de la época. Final que todos presentían. También de ello debieron de conversar en muchísimos descansos, luego de las caminatas: ¿Cómo nos matarán, Timoteo?. A Timoteo lo mataron apaleado y a pedradas. Se empeñó en interrumpir una fiesta que él consideraba corrompida, más orgía que fiesta. Era el año 97 y en el imperio mandaba Domiciano. Y en aquella época, igual que en todas, no se puede interrumpir al poder cuando se divierte.

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