Severino, el apocaliptico (8 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Era de pies descalzos y sayal. Era de andar por plazas y caminos gritando la salvación. Era de escudriñar escondrijos, mirar donde se guarecía el mal, enfrentarse a las malas costumbres, gritar la conversión como Dios manda. Era de temperamento fuerte, de palabra dura, de no ceder a las concesiones, de enfrentarse con quien hubiera menester. Era hombre de desierto y de monasterio, anacoreta, pero no para esconderse sino para salir de su cueva y enfrentar al maligno. Se llamaba Severino y no sabemos si existió.
Digo que no sabemos si existió porque desconocemos de dónde viene, cuál fue su origen, si tuvo familia o no, ni a qué edad murió, ni el lugar de nacimiento. Un perfecto indocumentado. Y por qué, si nada sabemos de él, sabemos que fue santo y que anduvo por la vida, allá por Baviera, allá por Hungría, allá por el Danubio predicando un Apocalipsis inminente. Nos lo ha contado Eugipio, que se dice su discípulo, y lo dejó narrado en una pintoresca vida del santo titulada Vita Sancti Severini. Así es que si Eugipio inventó a este personaje, bien inventado está. De no haber sido él, otro hubiese sido. Porque el tiempo sí existió, Atila sí amenazaba a la región, la gente sí vivía el desenfreno y alguien necesitaba poner orden en aquel entuerto.
Pues si fue Severino según atestigua Eugipio, por allí anduvo este hombre con temple de profeta del Antiguo Testamento acudiendo a los recuerdos de Sodoma y Gomorra. Mil y una vez repetía la misma historia: Convertios, convertios, convertios. Pero no resultaba fácil aquella propuesta cuando la región tenía que sobrevivir a las envestidas crueles y continuadas de Atila y los suyos. Roma no puede con los pueblos bárbaros. Atila estaba empeñado en llevar para Asía cuanto encontraba en Europa, desde los tesoros, desde la forma de conquistar hasta la ciencia y la cultura. Y todo lo quería Atila a fuerza de destrucción, violencia y desolación. Sólo la voz de Severino prosperaba en aquel ambiente terrorífico: Convertios, convertios, convertios. Y para que lo imiten exhibe su pobreza radical, su sencillez en el comportamiento, en la comida, en el vestido, en los desplazamientos, y su vida apegada a la castidad. Que no arda la región como ardieron Sodoma y Gomorra por culpa de la descomposición.
Predica Severino que lo que acontece no es por casualidad. Se trata de un castigo divino. Y Dios tiene que hacer justicia, y tiene que castigar a este corrompido imperio romano que se ha desbocado de su propio destino. Atila es la mano de Dios castigadora, justiciera. Y para detener a esa mano, para detener a ese enviado de Dios, la penitencia, la conversión, el cambio de actitud, la vida como Dios manda.
No le hacen caso. Una cosa es Atila y otra Dios. Dios no puede blandir la desolación como lo hace el bárbaro que viene del norte. Dios no tiene ejércitos como éste devastador. Dios aprieta, pero no ahoga, y Atila, aprieta y ahoga. No, no le hacen caso.
- ¿Qué no quieren hacer caso a la ira divina?. ¡Pues ya verán!.
Y se repite lo de Sodoma y Gomorra. Hasta los terremotos aparecen. Hasta los deshielos. El Danubio se crece. 
- ¿Se dan cuentan?
Los terremotos sirven para ahuyentar a los ejércitos invasores, y hasta los deshielos sirven para abastecer a las ciudades que ya sufren los rigores del desabastecimiento.
- ¿Se dan cuenta?
Y continúa su predicación por aquellas heladas llanuras, y ya comienzan a hacerle caso. Y se dedica a fundar monasterios. En uno de ellos murió, el año 482, según cuenta Eugipio.

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