San Simeon, el extravagante (5 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No tengo mucha devoción por este santo, he de admitirlo. Las extravagancias no me van, y este Simón fue extravagante a carta cabal, un personaje de real imaginación, uno de esos que hay que ver para creer. Su obsesión fue el cielo a fuerza de derrotar al cuerpo, y no comulgo yo con ese camino. Lo de él era el sufrimiento porque sí, creyendo él que era por amor a Dios, y para remediar sus propios pecados y los de otros. Para ello inventó lo inimaginable. Ya no solamente recluirse en un monasterio, que esa fue siempre, desde los primeros tiempos, práctica común. Ya no solamente la de la meditación y la penitencia, que siempre también se han practicado para penar lo que se cree conveniente. Es que Simeón lo llevó todo al extremo, y los extremos, generalmente, no terminan con buen pie.


Puesto a inventar para su mortificación, inventó el cilicio, es decir, ese cordel con púas de distinto tipo, rodeando a la cintura, rodeando los muslos, rodeando los brazos, rodeando lo que la imaginación sugiriese, para que el dolor mortificante fuera la medicina. Medicina contra todas las tentaciones, las que fueran.


Muchos santos lo han seguido en esta práctica, unos con buenos resultados, otros no tanto. Y a más de un penitente arropado en la técnica del cilicio, tuvieron que reprenderlo sus superiores como reprendieron a él.
- Simón, tienes que abandonar el monasterio. Esta práctica es un mal ejemplo para muchos de los monjes. Las espinas se te han incrustado en la carne y estás infectado. Esa forma de penitencia no puede ser loable para Dios.


Y se fue. Dejó los cilicios pero la imaginación lo empujó hacia otras privaciones. Decidió vivir metido en una cisterna vacía, aislado del resto. Salió de la cisterna a los pocos días y decidió vivir recluido en una cueva, completamente cerrado, sin comer, inventándose la penitencia del ayuno cuaresmal de los cuarenta días sin probar bocado. Y, lógicamente, el cuerpo aguanta hasta donde aguanta, porque Dios lo hizo para que aguantara lo necesario. Y los cuarenta días sin probar bocado ya rayan en el límite. Así que a los cuarenta días tuvieron que auxiliarlo


Pero no quedó satisfecho. Ya le había divulgado por la comarca su comportamiento. Y acudían para comprobar. Por supuesto, lo tenían por santo. Y sin duda, a su estilo, lo era. Para que lo dejaran en paz inventó una nueva forma de penitencia: subirse a una columna. La mandó construir. Tres metros de altura. Y se empinó en lo alto. Lo suyo era penar a la intemperie y sus nuevos cilicios serían el calor, el frío, la nieve, la ventisca, la lluvia. También la columna era su púlpito. Desde allí predicaba a cuantos se acercaban. Y cada vez acudían más. Hasta el emperador marciano de Constantinopla, disfrazado, acudió al lugar. Y comprobó lo que se decía: este hombre era un gran penitente, un singular penitente.


Murió inclinando la cabeza, sin mayores muestras de dolor. Y una vez fallecido las peregrinaciones al lugar arreciaron. Y los milagros comenzaron a divulgarse. Simeón, el que había pasado por la vida mortificándose a troche y moche, el que inventó el cilicio, el que inventó los cuarenta días de ayuno cuaresmal, el que se encerró en una cisterna, luego en una cueva y por fin se empinó sobre una columna, de ahí el apodo de El Estilita, comenzaba a ser el santo de moda. Y el emperador Marciano daba fe de ello, entre asombro e incredulidad.

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