San Canuto, El tosco ( 19 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

El título parece un insulto, pero es verdad. Este tal Canuto, hijo natural del rey de Dinamarca, no era de modales refinados, que es una de las características que solemos endosar a los santos. El no ser refinado tampoco implica que fuera descortés, ni malhumorado. Era, eso dicen, un tipo recio, más de batalla que de palacio, más de andar guerreando que de andar festejando. Canuto fue su nombre, y al santoral ha pasado como San Canuto, aunque nos suene a lo que, en realidad, no fue.
Lo suyo eran las batallas, guerrear, conquistar, enfrentarse. Lo suyo era que su patria fuera grande y que quienes contra ella atentaran tuvieran que vérselas con él. Y más encono ponía en su batallar si quienes intentaban contra Dinamarca eran paganos. Ser pagano y ser anti danés eran, para canuto, dos grandes pecados. Y a cualquier pecado, esa era su convicción, había que derrotarlo a como diera lugar; si con la palabra, con la palabra, si con las armas, pues con las armas.
Hombre de guerra y hombre de mar. Los piratas sabían que contaban con un enemigo que no les daba tregua. Gracias a él las cercanías marinas de Dinamarca se vieron menos acosadas. Pero una vez que se despojaba de su indumentaria guerrera, Canuto era otro. Era otro al toparse con los necesitados en las calles, era otro cuando las pestes asolaban a los ciudadanos, era otro cuando se pretendía ejercer una justicia que no era la justa. Canuto, entonces, sabía sacar a relucir su temple de hombre creyente. Y ahí su tosquedad no solamente quedaba disminuida sino que desparecía. La misma mano que portaba la espada, sabía acariciar. Los mismos gritos con los que animaba a sus huestes sabía convertirlos en susurros alentadores ante los sufrientes. Y las gentes comentaban que no sabían cuándo era mejor: si cuando peleaba o cuando consolaba.
No subió al trono de una vez a la muerte de su padre. Un hermano se le anticipó. Un hermano que no tenía sus dotes, que permitía en la ciudadanía los desmanes que él criticaba, que dejaba pasar por alto los desaguisados, corrupciones, malos ejemplos, componendas que cada quien tenía a bien, igual daba que se tratara de nobles o de eclesiásticos. Canuto no aceptaba semejante proceder, y en más de una ocasión se lo hizo saber a su hermano. Pero quien mandaba no era él, y tuvo que aguantar.
Aguantó poco, la verdad. El hermano únicamente reinó dos años. Canuto ascendió al trono. Ya con poder de decisión intenta ordenar la vida a su manera. Construye hospitales, favorece a la Iglesia para que construya templos y remedie a los necesitados, practica la religión como el creyente que siempre fue. Continuaba siendo rígido, porque ese era su natural, aunque a la vez bondadoso. Y esto es precisamente lo que cautivaba al pueblo: la bondad, el mejor milagro que todo gobernante puede mostrar ante la ciudadanía.
Otro hermano, de nombre Olao, lo traicionó. Estas traiciones suelen acontecer cuando hay de por medio descendencias, bien se trata del trono, bien de herencias. Y lo traicionó en forma poco digna: mientras Canuto asistía a los oficios religiosos, los seguidores del hermano atentaron contra él y lo asaetaron. Y así terminó este hombre, peleón, tosco, rudo, dado a las batallas, este hombre de hierro por una cara de la moneda y bondadoso por la otra. Sus súbditos lo querían, y ese es el mejor testimonio de su bondad. Así es que de ahora en adelante, Canuto ya no es lo que creíamos sino un santo que también sabía acariciar.

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