San Antonio y las tumbas (17 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

A la edad de cuatro y cinco años se tiene mucho miedo a ciertas cosas y muy poco a otras. Se trata de la sabiduría o de la falta de experiencia en ambos casos. Era yo de esas edades más o menos cuando mi abuelo me decía: vamos a mi casa a dormir. Y a esas edades se toma la mano del abuelo, siempre firme, siempre protectora, sin rechistar. Para ir de la casa de mis padres hasta la de mi abuelo había que caminar buen trecho, y eran dos los caminos posibles: o atravesar el pueblo por la carretera, de punta a punta, o la de adentrarse por las afueras. Era éste el trayecto más corto pero el menos usual, sobre todo si la noche ya había entrado o estaba entrando. Nadie lo utilizaba, salvo mi abuelo y yo. La reticencia a transitar ese trayecto no era otra que la de toparse con el cementerio. Y aunque las primeras veces yo apretaba con fuerza la mano de mi abuelo al pasar junto a él, pronto fue difuminándose el temor. Mi abuelo me ayudó a ello:
- Nunca le temas a los muertos, son más peligrosos los vivos. Además, los aquí enterrados son ánimas buenas, porque son del pueblo y conocidas.
Y comenzó a auparme hasta donde se podía otear hacia el interior. Y me explicaba la vida y los muchos o pocos milagros de quienes allí descansaban. Hacía hincapié en las virtudes de los familiares y nunca, a nadie de quienes allí estaban, reprochaba algo. Quizá se le escapa un suspiro que yo no alcanzaba a descifrar cuando señalaba la tumba de alguien. Es por eso que para mí los cementerios, desde la niñez, son lugares sagrados, campos santos, y alejados, por lo mismo, de todo temor.
Este Antonio, primero ermitaño y después Abad, egipcio él, se retiró al desierto y eligió como morada las cercanías de las tumbas antiguas de quienes siempre preceden. Y lo tildaron de loco, por supuesto; igual que mi padre regañó al suyo al enterarse que me empinaba para que yo viera las tumbas.
- ¿Cómo hace usted eso con el niño?
Mi abuelo me guiñaba el ojo y yo sonreía.
San Antonio Abad eligió ese lugar para su soledad con un fin muy útil: anular la superstición de siempre, esa que habla de miedo y de demonios. Lo tildaron al principio de loco, como es normal, pero luego terminaron dándole la razón, y muchos lo siguieron.
Era este Antonio hombre acaudalado ya desde la juventud. Hasta que un día oyó eso que muchos han escuchado:
- Si quieres ser perfecto ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y luego sígueme.
Dicho y hecho. Vendió y emprendió camino hacia las soledades, hacia el lugar donde no podían perturbarle las riquezas. Una voz le retumbaba: ser bueno es mucho, pero no es todo. Y la soledad lo empujó hacia la perfección.
Por aquellos lugares se topó con el primer ermitaño, San Pablo. A ambos Velásquez los inmortalizó en la figura del cuervo y del pan. A mí realmente lo que me gusta de este ermitaño, que luego fundó monasterios porque muchos quisieron seguirlo, es lo del lugar del reposo elegido, es decir, el no temer ni a la muerte ni a los muertos, el saber enfrentar los sinsabores y corregir las supersticiones. Y siempre que veo la ilustración de Velásquez me acuerdo de mi abuelo, que nunca tuvo vocación de solitario pero que se hubiese entendido a la perfección con este San Antonio.

.