Priscila o el Circo (16 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Esta es una santa de las primeras, muchacha, romana y de buen ver. Esta es una santa de cuando el cristianismo primerizo y las persecuciones. Esta es una muchacha que tenía que andar por las calles casi camuflada, porque el sambenito de cristiana que le endilgaban era mucho más que un desprecio, era prácticamente una condena a muerte. Esta es una santa de cuando los romanos convirtieron al cristianismo en tema de circo, en una diversión multitudinaria para tranquilizar a los descontentos romanos. Esta es una santa de cuando los emperadores se ufanaban de poderosos condenando o perdonando la vida.


A Priscila la encontraron enterrada en Roma cuando comenzaron las excavaciones. Llevaba su nombre impreso en la tumba. No había duda: San Pablo ya había dejado constancia de su existencia, y en una de sus cartas le envió saludos.
A Priscila la atraparon los soldados en la calle como atrapaban a tantos, a tantas. ¿Eres o no eres cristiana? Y la muchacha no lo niega. La fe no se niega. Eso era de lo que presumían los cristianos de entonces, cuando tenían que esconderse en las catacumbas, convertidas luego en cementerios subterráneos. Esconderse, sí, pero renegar de la fe una vez descubiertos, nunca. A Priscila la encontraron con toda su juventud desbordante y le preguntaron: ¿Eres de los seguidores del judío?. Y no negó. Así es que, arrastrada, era una más para el circo.


Suenan las trompetas imperiales y da comienzo la fiesta, como cualquier domingo hoy en un campo de fútbol. Quién ganará o quién perderá, ya es otra cosa. Aunque en aquel entonces casi siempre se sabía cual era el desenlace. Se trataba de un desenlace natural: la fiera contra el hombre ganando la fiera porque el hombre no era luchador, y menos contra fieras salvajes. Y menos si se trataba de mujeres. Así es que cuando sonaron las trompetas y desfilaron los primeros cristianos sobre la arena del circo, aquella muchacha aparentemente endeble no parecía dar para mucho. Un hombre todavía tiene arrestos para lidiar con un animal; a una mujer le tiemblan los pies. No cabía más que esperar el zarpazo, que el león, hambriento, saltase, que la garra atenazara y los colmillos se hundieran. Era un espectáculo consabido. La primera sangre es la que más enfurece al animal, es el primer latigazo contra el instinto despertado, es el comienzo para un rápido final.
Priscila en medio del redondel. En las gradas muchos azuzaban a la fiera pero otros tenían compasión de la muchacha. Más de un varón la quería para él. ¿Por qué aquel desperdicio para el hambre de un león?.


Dicen que salió el león sin hacer demasiado caso a aquella criatura. Dicen que el león miró a la gradería y que los espectadores lo insultaban. ¿Eres fiera o qué eres?. Porque el león caminaba sin demasiado entusiasmo hacia la muchacha. El graderío insultaba a los organizadores. ¡Esas fieras son de mala calidad!. ¡Carecen de trapío! ¡No están lo suficientemente hambrientas!.


Avanza el león sobre el redondel tan lentamente que es como si no quisiera llegar a donde la presa. ¿Para qué?. Arrecian los desencantos. Y más todavía cuando el animal dobla las rodillas delanteras, dobla luego las traseras, y se aposenta a los pies de la doncella. No hay desgarro en aquel momento. El imperio parece que va desmejorando. Las diversiones populares desmerecen. El Emperador culpa a sus consejeros. El león está postrado. Dicen los entendidos que este fue el primer símbolo de la caída del imperio: el león, su símbolo, postrado a los pies de una joven indefensa. Se llamaba Priscila.

.