Pablo, El ermitaño (15 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Conozco a este ermitaño, el primero, por obra y gracia del pincel de dos pintores españoles, sevillanos, que pintaron tanto cortesanos como santos, tanto niños de la calle como princesas protegidas. Lo conozco por Diego de Velásquez y por El Españoleto, es decir, Diego de Rivera. Si no fuera por estos pintores, el primer ermitaño, este Pablo nacido en Tebaida en el siglo III, habría quedado más encerrado en su soledad. De su cueva lo sacaron nuestros pintores, y ya para siempre está a la vista de todos, quizá a su pesar, y para nuestra veneración.


Tuvo que huir de su pueblo. Tuvo que esconderse. Tenía riquezas y, para colmo, era cristiano. Podría quedarse sin las riquezas y sin la fe. Por eso huyó. Hay que decirlo: se escapó por miedo a perder la vida, no para encontrarse con Dios en el desierto.


Dicen que tenía mucho miedo a las fieras, pero era más el temor que tenía a la muerte y por eso eligió como escondrijo a las cuevas del desierto. Hasta allí nadie podía llegar. Hasta esas malas fieras podían protegerlo. Quiso retornar al pueblo pero no hubo manera: se enteró de que un primo lo acusaba como cristiano para quedarse con sus bienes. Y otra vez vuelta a la soledad, al refugio, entre las fieras, congeniando con las alimañas. Que se quedara con sus riquezas, pero no con su fe. Y decidió adoptar esa soledad para siempre, de por vida.


Ribera, el Españoleto, me lo muestra huesudo, desnudo, cubierto solamente con hojarasca, como corresponde a quien no tiene cómo alimentarse ni ante quién mostrarse. A su lado, una calavera. ¿Muerto en vida o meditando eternamente en la muerte? Pablo mira hacia una luz que lo empaña, una luz crepuscular, que va cayendo como avanza la noche y como avanza el destino. A una persona que ha adoptado esa decisión no le caben más adornos.


Velázquez no solamente hace famoso al encuentro entre Pablo y San Antonio Abad, éste, cuentan, con edad de cien años en adelante, sino que hace famoso al cuervo. Ese pájaro negro que diariamente roba un mendrugo de pan en cualquier casa del pueblo y vuela hasta la cueva, para que el santo pueda alimentarse. Lo de Velázquez, digo, es el encuentro entre dos soledades a la puerta rocosa de la cueva, también un atardecer, también con un árbol solitario perfilándose, como lo perfila Ribera. Pero no árbol frutal, ni siquiera palmera, como dicen que había. Sí riachuelo al fondo. Pero es el cuervo el que domina la escena.


Así es que este primer ermitaño que huyó al desierto por miedo a perder la vida fue acostumbrándose a la soledad para convencerse de que ese era su mejor destino, que allí nadie lo perturbaba para meditar en lo suyo, en la fe por la que había tenido que huir. ¿Para qué retornar?. Dios hace milagros desde la distancia, y su penitencia por los que quedan abajo puede servir para la fortaleza.


De lo que hablan ambos ermitaños es de suponer. Tal y como los pinta Velázquez está claro. Hablan sobre una eternidad que solamente ellos entienden y que solamente ellos disfrutan. Hablan de lo efímero del mundo y de lo fructífero del desierto. Hablan de que es suficiente un mendrugo de pan traído diariamente por un cuervo para que la carne no fallezca. Lo demás es añadidura. 


Dos pintores españoles, Ribera y Velázquez, han construido un altar con este santo para que lo veneremos a nuestro antojo: o desde la mirada de la fe o desde la mirada del pincel.

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