Laurita, por amor a mama (10 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Tan de ahora es que la veo retratada en el rostro de mis hijas. Tan de ahora es, y tan cercana, de Santiago de Chile, que no pareciera de este tiempo. Pero sí de estas geografías. Sí de estas geografías donde las políticas, el hambre, la necesidad, y los desastres naturales nos desparraman cuentos a diario, como este de Laurita. Sólo tenía 13 años cuando murió, y la veo justamente a esa edad, en la fotografía que ha recorrido el mundo, con la belleza de los trece años suramericanos que no tienen desperdicio. La veo vestida de colegiala, pero no con cara de colegiala tonta sino de colegiala de ahora, despierta, sabedora, pero con una enorme preocupación en esa mirada casi caída, casi sin atreverse.
Y es que esta historia de Laurita se me antoja tan cercana, tan diaria y tan corriente que no puedo por menos de estampar un beso de padre en ese rostro de hija que ya no tiene padre porque la política chilena de los años noventa era así. Pero no quiero meter a aquel ejercicio político en esta historia, porque aunque pudiéramos hablar de un martirio encubierto, mejor dejar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Laurita se queda sin padre, y la madre, qué remedio, a sobrevivir en la forma en que muchas mujeres han tenido que sobrevivir por estas causas: a merced de un ganadero con poder de ganadero de las pampas argentinas, con poder de decisión sobre ganado y personas, con poder para hacer y deshacer a capricho de sus instintos y de sus deseos.
- Si te vienes a vivir conmigo, pero no en casamiento, eso no, si te vienes a vivir conmigo, te soluciono la vida.
¡Qué remedio!. ¡Dos hijas vivas y esposo militar muerto!. ¿Qué más que cambiar la identidad? Como en esta historia no hay nada que ocultar, el macho de la pampa se llamaba Manuel Mora, para que conste, porque estas son historias sin truco.
Es el caso que Laurita, en el convento de monjas, escucha una y otra vez que eso de la unión libre entre hombre y mujer es pecado que no se perdona, es pecado que para poder ser perdonado hay que dejar al macho y retornar a la miseria. Y tanto obsesiona este pecado a Laurita que no sabe por donde empezar. ¿Decírselo a mamá? ¿Aceptará el ganadero? ¿Será peor el remedio que la enfermedad?.
Enferma. Es difícil soportar tanta soledad en un internado. Las monjas no son malas, pero posiblemente no comprendan la situación. El confesor puede ser una solución:
- Daría mi vida para salvar a mi mamá.
- No digas eso, niña, que estas promesas pueden cumplirse.
Pues que se cumplan. Que mamá se salve: se salve del hombre para poder salvarse de su situación.
Las aguas inundan el colegio. Laurita, como otras compañeras, luchan para rescatar a las más pequeñas. Lo logran. Pero el frío de las aguas la sumen en la enfermedad. Mercedes, su madre, acude al llamado. Laurita le cuenta.
- ¿Qué vas a morir por mi pecado, para salvarme?
Una madre hace lo que sea, y se las ingenia para que su hija no muera. Pero Laurita muere. No hay milagro. Le ha desaparecido esa mirada caída de la fotografía. Ha retornado la sonrisa treceañera a sus labios que tanto han pedido. El pampero ganadero se queda sin Mercedes. Y en Chile, el Papa Juan Pablo II, el 3 de septiembre de 1988, nos dijo que esta niña era proclamada Beata. Se llama Laura Vicuña, y es de aquí y de ahora.

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