Julián, novio eterno (9 de enero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Los veo tomados de la mano, anónimos ellos, diciéndose cosas. Los veo adolescentes, un mundo ancho por delante y conversando de lo que se conversa a esas edades. Los veo sentados en un banco, observando a los transeúntes, comentando lo que ellos creen y no todos creen. Les han enseñado en su casa lo de la religión cristiana, y esa es una conversación que merece la pena. Está de moda, además. Está de moda, entre otras razones porque los cristianos tienen que desfigurarse, aparentar a veces lo que no son, decir sí o no, según las circunstancias. 
- ¿A cuantos han acusado hoy?
- Dicen que a tres.
- ¿Y a cuantos han matado?
- Hoy a ninguno, pero mañana, Dios sabe.
Tenían que hablar necesariamente de estas cosas, porque era la noticia. Arreciaban nuevamente las persecuciones contra los nuevos creyentes. No hay más dios que el Emperador y los dioses del emperador. No hay más estatuas que las del imperio y las que el imperio sacralice. El imperio se ríe de ese Dios judío, muerto en una cruz. Todo Dios que muera en una cruz carece de poder, y Dios sin poder no es Dios. Eso dicen los romanos. Eso quieren los romanos que acepten los demás. Un imperio debe sostenerse en sus dioses, igual que un partido político en los suyos. El poder debe adorar a sus símbolos, y los símbolos extraños atentan contra el poder. No queda más remedio que destruir a esos símbolos y a sus adoradores.
Tenían que hablar de estas cosas tomados de la mano, adentrándose en el bosque, sentados en los escalones de la plaza. El se llamaba Julián y ella no sabemos. El y ella eran de la complacencia de ambas familias, así que no había obstáculo para que las familias se unieran a través de ellos. Tenían, además, en común, la misma fe. Y pertenecían a familias que podíamos denominar de buena posición. Ella, inclusive, rica. La de Julián, de prestigio, respetada inclusive por los romanos. Así es que aquel noviazgo tenía todas las de progresar.
Pero no progresó. Y no progresó, no por falta de entendimiento sino por un perfecto entendimiento. El día que tomados de la mano, sentados en un banco, viendo pasar a la gente, Joaquín le dijo:
- Quiero retirarme a la soledad por amor a nuestro Dios.
Ella respondió:
- También yo. Quiero retirarme a la soledad por amor a nuestro Dios.
- Yo construiré monasterios para hombres.
- Yo construiré monasterios para mujeres.
Y dicho y hecho. Los novios, todavía tomados de la mano, avanzaron cada cual hacia sus ideales: él reuniendo a compañeros que lo seguían, ella reuniendo a muchachas que la seguían.
Ella se enteró en el convento de que Julián había sido decapitado por orden del emperador.
- Porque no quiso adorar ni a la estatua del emperador ni a las estatuas de sus dioses.
Y ella salió del monasterio para estar por última vez en el lugar donde Julián, su novio para siempre, había subido a lo alto. Ella alzó la mano buscando a Julián, para irse eternamente con él.

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