La mochila

Autor: Adolfo Carreto  

 

 

Al paso que vamos, la mejor indumentaria va a ser la de la desnudez. Es cuestión de acostumbrarse. Los modistos van a tener que estrujarse la mollera para confeccionar vestidos que nos desvistan, atuendos que no admitan sospechas. Los zapatos ya no son fiables, porque vaya uno a saber qué dispositivo guardan en la entresuela. Las boinas tampoco porque, inclusive, pueden esconder lo que guarda la cabeza. Los abrigos, menos, así es que al frío habrá que combatirlo con otros inventos más pegaditos al cuerpo para que uno, al mirar, pueda constatar que dentro de ese atuendo no hay más que desnudez.

     Las mochilas van a ser prohibidas en lugares públicos. Los bolsos de mujer, que son mochilas más sofisticadas, también. Todo lo que uno pueda cargar encima comienza a ser sospechoso. Y si corres con algo sospechoso encima, peor. En la catedral de Santiago de Compostela han prohibido la entrada de personas con mochilas. No me parece mal. Cualquier precaución es poco. Pero luego de las mochilas será lo que sea, el pantalón ancho, por ejemplo, la falda en las mujeres, también los carritos que transportan a los bebés, también las sillas de ruedas de los inválidos. No digamos cómo se las van a ver, de ahora en adelante, los vendedores ambulantes, esos que necesitan el saco, la mochila, para guardar sus artículos.

     No sé si algún día pasará esta fiebre de que cualquier hijo de vecino, incluido el que da puerta con puerta, es peligroso. Nos han dicho hasta la saciedad de qué temple humanitario eran algunos de los que masacraron inmolándose. Hasta los propios vecinos se niegan a creerlo. Inclusive, hasta los propios familiares, amigos y compañeros de trabajo. Y, ciertamente, resulta increíble. Pero, de ahora en adelante, comenzaremos a sospechar de todo el que ande por el mundo con la mochila de sus pertenencias a la espalda. Y no les para menos.

     No exagero las tintas. Estamos, aceleradamente, incomprensiblemente, cambiando nuestro comportamiento social. Y por miedo. Por miedo a la insensatez, por miedo a la fanatizada, por miedo al inmigrante, por miedo al del color de la tez, por miedo al que entra en un recinto sagrado sospechoso. Si hasta ya tenemos miedo de los fieles que se refugian en sus recintos sagrados, qué nos queda.

     Está cambiando nuestro convivencia social, lo queramos o no. Hemos entrado en el siglo terrible de la sospecha sin tregua, y así difícilmente podremos adelantar un paso. Cualquier paso sospechoso va a ser cortado de cuajo, cualquier traspiés puede ser argumento para una muerte discriminada por la sospecha.

     De mochilas, nada. De atuendos sospechosos, nada. Que nos huelan los perros entrenados para la detección de los posibles explosivos, de los posibles químicos o de lo que sea. Y no se trata de alarmar. Lo que está a la vista, está, y el terrorismo explota ante la mirada de uno. Así es que tendremos que volver a los orígenes, a la desnudez cabal, para ver si logramos combatir este virus de la sospecha que está comenzando a matar nuestra convivencia.