Las pulseras

Autor: Adolfo Carreto  

 

 

Mi hija Cándholy luce diariamente una pulsera desde que se la regaló su madrina. No es una de esas pulseras de oro, caras, que vienen en cajitas de regalo para cumpleaños y otros onomásticos de altura. Se trata de una de esas pulseras corrientes que, una vez inventadas por un famoso, se convierten en invento para cualquier menester. Casi todas llevan el preámbulo de conseguir fondos para remedios de urgencia, lo que no está nada mal. Es decir, que la pulsera de siempre, más costosa, más económica, ha pasado a convertirse en pulsera de quita y pon, hoy ésta para ayudar a esto, mañana aquella para ayudar a aquello. La que le regalaron a mi hija no era para ayudar, supuestamente a nadie, pero luego me enteré de que las confeccionaban unas monjitas y que se habían puesto de moda. Lo que me hace pensar que las tales pulseritas han resultado del trabajo imaginativo de alguien que necesita cuartos para mantenerse. Y eso es digno de aplaudir.

     Tiene esta pulsera una especie de medallitas colgantes, como ocho o nueve, en las que se reflejan Sagrados Corazones, Vírgenes de Coromoto, El Niño Milagroso, Nuestra Señora de la Chiquinquirá, San Benito, San Antonio, quizá por lo del novio, y otros santos milagreros más. Y dice mi hija que el truco consiste en pedir cada día una gracia a cualquiera de estos mediadores. Pues, a falta de otros recursos, no está mal.

     Como tampoco está mal la iniciativa de un dominico, de nombre Alfredo, párroco de un pueblecito de Cantabria, que un día, en sus meditaciones, indagaba la mejor manera de arreglar el tejado de su iglesia porque ya estaba haciendo aguas. Y en sus devaneos tuvo la inspiración: una pulserita. Y luego dicen que las meditaciones no son fructíferas. Pensando y pensando, el padre Alfredo recurrió a los papas: ¿qué mejores papas para remediar el tejado de su iglesia que el actual, por lo novedoso, y el predecesor, por lo populista y ya supuestamente milagrero. Pues ya está: surgió la famosa pulsera de los papas, unas con la efigie de Benedicto y otras con la de Juan Pablo II, los colores del vaticano para adornar. Y surgió el milagro: en poco tiempo se agotó la primera entrega y ya anda por la segunda. Me han comentado que solamente faltan 4.000 euros, de los 24.000 que cuesta el arreglo del techo, para que el templo del pueblo cántabro de Somahoz no sucumba a causa de los chubascos.

     Y ya anda el dominico Alfredo luciendo el mismo una pulsera, en blanco y negro, colores oficiales de la Orden de Predicadores, para intentar promocionarla, no sé todavía con qué objetivo de recaudación. Me parece estupendo y, seguro que si me topo con ella, la compro, porque tengo debilidad por todo lo que suene a dominico. Además, el padre Alfredo no ha hecho otra cosa que regresar a los orígenes de la Orden, cuando fue fundada con la condición de mendicante.

     Pero lo que más me gusta es que no ha sido necesario comercializar esta pulsera de los papas fuera de su geografía: los vecinos se han hecho cargo, porque también los vecinos están empeñados en que cuando acuden a la iglesia, que es de su pertenencia, no tengan que pisar los charcos.

     Así es que estamos ante un nuevo milagro, el de las pulseritas. Surgirán los estafadores, de eso no hay duda. Surgirán los aprovechados, los que quiera hacer negocio. Pero mientras estas pulseras contribuyan a remediar los males de las goteras parroquiales y el hambre de las religiosas, bienvenidas sean.