Los perfumes

Autor: Adolfo Carreto 

 

 

     ¡Quién lo iba a sospechar! ¡Cómo sospechar que esos perfumes tan costosos para el buen ver, para el buen oler, para la buena puesta en la escena social, para el buen comentario, para tantas cosas, iban a ser tan destructivamente mortales! ¡Quién iba a sospechar que la publicidad tan aparentemente inofensiva, tan enfundada, envasada en esa belleza que habla de placer, que incita al placer, que se saborea en el placer por medio del conducto del olor, iba a ser tan nefasta!.

     Quien más, quien menos, todos hemos echado alguna vez manos de estas marcas: Boss, ArmanI, Jean Paul Gaultier, y tantas otras, para que nos dijeran que estábamos perfumados con lo caro, con lo de élite, con lo de página del corazón, con lo de garantía. Todos, quien más, quien menos, hemos presumido de confortablemente olorosos enmascarados en estos perfumes que, si eran ofensivos, lo eran para la ofensiva de la aceptación. Inclusive, todos, quien más, quien menos, y según nuestras posibilidades, hemos tenido el orgullo publicitario de regalar algunos de estos perfumes, pues nunca se equivoca uno en el regalo. Y mire usted por donde, ha tenido que venir este suicida jamaiquino, este tal Jermaine Linday, este degollador de Londres, para hacernos saber de qué calibre de destrucción y muerte colectiva son estas marcas.

     ¿A qué marca tendremos que oler de ahora en adelante? ¿Con qué perfume nos deleitaremos? ¿Con cuál desearemos que nos deleiten?. Hasta los perfumes parecen haber mudado de esencia con esto del terrorismo Al Qaeda. Y si los perfumes, que eran para todo lo contrario, es decir, para la pasión del acercamiento y del buen entendimiento,  se han convertido en tan destructivos ¿de qué podremos fiarnos?

     Esta peste del terrorismo nos ha sumido en la más terrible de las incertidumbres: la de la desconfianza. La desconfianza del lugar en el que estamos, la desconfianza del trasporte que elegimos, la desconfianza del buenazo con el que nos topamos, la desconfianza ante el profesional de corbata, del profesor condescendiente, del hombre o de la mujer de buen ver: la desconfianza del tiempo, del día, del año, de la conmemoración, de la reunión, del desfile; la desconfianza de andar a pie, de caminar por lugar público, de encerrarte en una discoteca; la desconfianza en la manifestación, en el templo, en la mezquita, en el cuartel, en la patrulla. La desconfianza en todo lo que se nos antoje que, por el camino que vamos en esto del terrorismo, pareciera que la fantasía se agota.

     Podíamos sospechar de muchas cosas, pero de perfumes, jamás. Y menos de estos de marca. Porque, si fueran falsificados, hasta cabe; alguna explicación habría que encontrar para maldecir a las falsificaciones. Pero no, de marca publicitada, de dinero contante y sonante, de prestigio, de aceptación.

     Me ha lastimado mucho esta noticia. Un muchacho, de diecinueve años, que podía utilizar estos perfumes para esas exigencias que los diecinueve años publicita la publicidad, pues no. Nos ha enseñado a todos que ya no estamos a salvo ni siquiera de la apariencia, del buen ver. ¡Qué cosas está enseñándonos esta locura del moderno terrorismo que hasta a las fragancias más exquisitas las convierte en olor a podrido!.