El infierno

Autor: Adolfo Carreto     

 

 

DAMIAN, EL LEPROSO (1 de julio)

     Aunque es cierto que lo llaman “el leproso voluntario” apuesto a que no, a que él jamás quiso ser leproso, como nadie, en su sano juicio, quiere enterrarse en vida. Puede que algunos lo hayan intentado, pero de estos intentos siempre hay que desconfiar. Una cosa es la mortificación voluntaria y otra el desprecio por la propia vida. La primera puede convertirse en virtud, la segunda raya en la necedad, por no decir en la locura, o en una especie de creencia pésimamente entendida. Hasta Jesús de Nazaret, en el último trecho de su existencia, rogó al padre de que si era posible lo apartara de aquel trago. Porque, de verdad, se trata de un mal trago, de algo que se acerca al suicidio. Por eso apuesto a que la lepra del padre Damián fue más natural que voluntaria. Además, no tendría sentido morir pronto cuando lo suyo era que los leprosos vivieran lo más posible y en las mejores condiciones posibles.
     La historia de este sacerdote belga, de data muy reciente, pues nació en 1840, es de sobra conocida. Literatura sobre su quehacer como misionero en las islas hawaianas, y concretamente en la isla maldita, Molokai, es abundantísima. Y las películas que sobre su vida nos han estremecido, también. Por eso no parece procedente amasar lo ya amasado. Al padre Damián lo conocemos todos por la lepra y por lo que hizo por los leprosos. Quizá, eso sí, un martirio excesivamente prolongado, una forma de comprobar cómo la vida se le iba a retazos, una constante de meditación diaria en medio de carne humana, propia y ajena, corrompida.
     He leído una anécdota de Damián cuando era muchacho, y creo que lo engrandece. Pensamos en los santos como personas que no han venido en el mundo ni siquiera para matar a una mosca. Y hete ahí que este Damián se las traía. Campesino como era, de pocas luces como era, de tosco hablar como era, era por eso la mofa de sus compañeros de estudio. Hasta el día en el que se enfureció. Quiero decir, que los santos, de muchachos, también se pegan, también defienden su integridad, también saben dar un puñetazo cuando ha menester. Y es el caso que Damián se cayó a golpes con sus compañeros porque estaba ya harto de que, día a día, recreo tras recreo, se mofaran de él por su talante campesino.

     Campesino era. De padre pobres, quizá demasiado pobres. Tal así que tuvo que ponerse a trabajar en el campo para compensar las deficiencias pecuniarias familiares. Cultivó tierras. Fue peón de albañil. Aprendió a que las paredes, piedra sobre piedra, se alzaran. Y esta universidad del campo le ayudó enormemente en aquella isla maldita, la de Molokai, cuando tuvo que construir y enseñar a construir viviendas para los leprosos, lugares lo más salobres posibles, inclusive espacios para la diversión. ¿Quién ha dicho que un condenado a muerte por la lepra no tiene derecho al esparcimiento?
     A este hombre, que sin ser condenado vivió hasta el último momento con estos condenados que terminaron contagiándole la condena, es uno de esos individuos incomprensibles en los tiempos que corren. Este misionero que se empeñó en socorrer a
los más necesitados entre los necesitados es el heredero de una extirpe de personas que tiende a desaparecer. Esta padre Damián, popularizado por el celuloide, es un santo sin estruendo, uno de esos que ha canonizado la popularidad de los modernos medios de difusión. Para mí que el no llamó a la lepra, fue la lepra quien se empeñó en convertirlo en mártir en una isla maldita.

ncendiarios pero ¿cómo convencer a quien, sin ánimo posiblemente de que el bosque arda, está convencido de que no va a ser por su propia culpa?

    Los humanos, al parecer, nos creemos posibilitados para remediar cualquier percance que pueda devenir por cualquier capricho. Y no. Verano tras verano se demuestra que no. Verano tras verano cunde la insensatez, el capricho personal, el lo hago porque me da la gana y no es usted quién para enseñarme cómo se apaga una hoguera. Verano tras verana tropezando en la misma piedra, cuando sabemos que, precisamente el fuego, surge de tropezar piedra contra piedra.

    No estoy en disposición de culpar a nadie porque, quién es uno para decir, de esta agua no beberé. Pero lo cierto es que no se puede agachar la cabeza, por mucha sed que se tenga, para saciarse en una fuente estancada. Si se hace, las consecuencias son inevitables. Y esto, al parecer, fue lo que ocurrió en el incidente de Guadalajara: la maldita imprudencia, posiblemente también la prepotencia, ese saber más que los demás, ese hacer oídos sordos a quien alerta. Fuego en el bosque, en el centro de estos veranos, por más precauciones que se tomen, es fuego. Y ahí está.

     Claro que de nada sirven las lamentaciones. Claro que los muertos, muertos quedaron. Claro que las reparaciones jamás podrán reparar lo fundamental. Pero hay que tomar buena nota de todo lo ocurrido, antes del verano, en el verano y después del verano. Porque estos veranos nuestros se han convertido en infiernos reales, en llamas devoradoras, en matanzas de toda suerte de vida. Y ya tenemos bastante con esas otras matanzas, también indiscriminadas, de atentados acá y allá. O sea, que estamos rodeados de llamas, de muerte, de infiernos por todas partes.

     Una época oficialmente apta para el disfrute viene convirtiéndose, verano tras verano, en tiempo de desolación, luto y muerte. Y todo por la humana insensatez de querer hacer cada cual lo que le venga en gana. Y así, no.