La idolatría de los límites

Autor: Viviana Endelman Zapata

 

 

“Hemos sido llamados a la libertad” (Gal. 15,13)


La libertad es un llamado y, por lo tanto, algo posible de vivirse en el amor de Dios. 
No hay que buscarla en otro lado o “empeñarse” en conquistarla. Es querida por Dios y de Él proviene.

¡Cuántas veces nos encontramos empeñados en que Dios “saque” de nosotros aquello que nos molesta! “Sacame lo que me hace sentir esclavo”, insistimos. Y quizás vamos cayendo en un empeño que nos ata a nosotros mismos, que nos tiene pendientes de cuánto sufrimos el límite o no, cuánto nos falta, en qué experimentamos límite, en qué no.. Justamente ahí se encuentra la esclavitud, en la idolatría de los límites, pues dejamos que ocupen un lugar enorme en nosotros. De tanto mirarlos, de tanta agresividad con uno mismo por tenerlos y clamar su inexistencia, los hacemos terreno fácil para el Tentador y sus inspiraciones. Por eso nos agobian y van carcomiendo la esperanza interior. Ahí donde uno está atento y empeñado el Tentador se burla, hace rebelar la naturaleza, poniéndola como enemiga. 

La atadura no es el límite, sino el empeño en vernos liberados de eso que más nos cuesta, buscando libertad en la inexistencia de dificultad. Es un empeño que se mira tanto a sí mismo que solo ve el límite. Es la mirada exigente del amor (del desamor) propio, que se irrita, no tolera el error, es impaciente, severo con uno mismo, no tiene misericordia, no tolera la miseria. 
La libertad no está donde no hay miseria, límites y dificultad; está donde está el amor, donde puedo amarme con el amor de Dios y buscarlo a Él por sobre todas las cosas. Y cuántas veces buscamos más la libertad, como perfección egocéntrica, que al mismo Señor. Eso es buscar por el lugar equivocado. Porque la libertad tiene su alimento en el amor de Dios.
El llamado de Dios a la libertad pasa por descubrirse amado por Él y sostenido desde su presencia, por la humildad, por el despojo, la desapropiación, por mirar más allá, por la misericordia con uno mismo, el abandono al amor, por dejar a Dios que sea Padre, por vivir como hijos y no como esclavos de lo que no nos sale. 
Dios nos invita a desarrollar, a madurar lo que puso en nuestro corazón como bienes para ofrecer. Quedarse enredado, detenido, concentrado en la aspiración de un yo ilimitado es como ese “no puedo” del Joven Rico al recibir el llamado de Jesús, un “no puedo” del cual hacemos depender la entrega de la vida. Es el “pero” en el camino de la santidad, que no termina de creerle a Dios, que absolutiza las limitaciones haciendo que se hagan cada vez más pesadas, hasta absorbernos. Empieza a pasar todo por ahí y finalmente el empeño nos hace esclavos. Se experimenta la amargura, el desgano, y no se madura en la entrega. 
Ante esta realidad de nuestro camino, nos tendríamos que preguntar, de cara a Dios: ¿Busco la libertad porque la necesito para mí? ¿No se ha vuelto eso más importante que donar la vida cueste lo que cueste? ¿Qué busco más que al Señor mismo? ¿En qué estoy más empeñado? ¿Voy detrás de mí mismo, de lo que puedo y lo que no? ¿Qué me exijo para aceptarme y amarme? ¿Cómo me pido ser? ¿Cómo espero ser para entregarme? ¿Amo la vida recibida del Señor, o la “padezco”? ¿Qué estoy haciendo con esa vida que he recibido? ¿Vivo, amo, con mis límites, o esos límites acaparan mi sentir, teniéndome pendiente, distrayéndome del horizonte, aplastándome?

Atarse a los límites es ir muriendo a la fe en el poder de Dios. Esta es la esclavitud más profunda: dejar de mirarlo a Él. Mientras no desaparezca la obsesión, la intolerancia, el juicio severo respecto a lo que no puedo, seguiré siendo esclavo, seguiré sin creerle plenamente a Dios, que si me llama hoy es porque hoy es posible responderle. Él llama a vivir, no a la frustración. La frustración viene justamente si me guardo algo para mí, si vivo más pendiente de mis límites que de lo que Dios quiere y me da para ello.
El verdadero camino de la liberación empieza por darle las riendas al Señor, dejarlo transformar a su manera, confiarse a esa manera, aceptarla, amarla. Amarlo a Él. Desde este amor, la miseria no será un camino de esclavitud sino de redención.