Lo que permanece es el amor

Autor: Viviana Endelman Zapata

 

 

 En las semanas que siguieron a la muerte de Ana Clara, la hija que llevé ocho meses en mi vientre, he venido contemplando el poder del amor. Muy especialmente descubro el amor como lo que permanece y el dolor como circunstancia pasajera en medio de una alianza que llega al extremo de dar la vida. 
Creo que ni la alegría ni el dolor son un estado de vida. Y si se alternan es justamente porque no son la esencia, pueden estar o no. La plenitud está en lo que permanece. Y mucho de esto ya lo comencé a experimentar en la misma clínica donde me hicieron la cesárea. En medio del dolor de adentro ante esta partida, en medio del dolor físico y de una enorme desilusión, me sentí viva, plena en la alianza, llena de identidad. 
De una manera totalmente imprevista, repentina, me encontraba pasando por este calvario, cuando hacía solo unos minutos venía caminando la espera alegre de lo que yo creí que Dios tenía pensado. Pero lo que Dios tenía pensado era distinto. Y ante este cambio me encontré con realidades hondas de mi vida: porque soy amada soy capaz de amar; porque Dios ha puesto la fe del discípulo en mi corazón soy capaz de no rebelarme ante el sufrimiento, el dolor, la muerte y por eso no quedarme en ellos. Estas tres realidades son transitorias ¿por qué darles la autoridad de detener la vida? 

Lo permanente y lo que conduce a la felicidad verdadera es la alianza de amor con el Padre. Todo, todo lo demás es pasajero. También el dolor de la cruz es provisorio. 
Y, aunque el mundo no lo comprenda, voy teniendo la experiencia de un “amor de predilección” para mi vida, mi familia. Y esto no es algo que me quiero creer para alivianar pesos; tampoco son ideas que elaboro para sostenerme en el desconcierto propio y el de los otros. Nada de esto alcanzaría para estar hoy abrazando la vida. ¿Cómo se podría afirmar el privilegio de la cruz si no se lo ha descubierto adentro, con toda su autenticidad? Esto no se puede sostener sino por fe y convicción. Si no fuera así, ¿cómo podría vivir el hoy como resucitada? 

También he podido reconocer que no cambiaría este paso doloroso vivido desde la identidad de hija de Dios por ninguna circunstancia placentera de mi vida vieja, vacía, solitaria y sin rumbo. 
Sigo eligiendo vivir para amar. Este es el camino que me lleva al Padre y el que me lleva a Ana Clara.
Un día nos reuniremos en la Casa de Dios. Esta hija nos precedió en el camino. La pensábamos recibir en casa. Y Dios pensó lo mejor: recibirla directamente Él en la morada permanente. 
La unión más íntima que siento con mi hija es que las dos le pertenecemos al Señor.


“Nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos
prepara una gloria eterna, que supera toda medida.
Porque no tenemos puesta la mirada en las cosas
visibles, sino en las invisibles: lo que se ve es
transitorio, lo que no se ve es eterno.”

(2 Cor. 4, 17-18)