¿Libres como pollitos?

Autor: P. Juan Pablo Ledesma, LC
Fuente: Catholic.net

 

 

Una frase del Evangelio: «¡Cuántas veces quise recoger a tus hijos, pero tú no quisiste!» (Mt 23,37). La comparación de la gallina y los pollitos, más que evocar paisajes raíces campesinas- refleja dos grandes verdades. La primera es que Dios busca, protege, cobija entre sus “alas” a sus hijos. Segunda verdad: el hombre puede querer o no querer. Y ahí está el dilema. Es drástica la última parte del versículo citado: «…Pero tú no quisiste».

Dios creó al hombre. Lo creó libre. Desde el principio la persona, por su alma goza también de libertad.

Los seres humanos no somos malos por naturaleza. No hay buenos y malos por naturaleza. Si esto fuera así, unos seríamos dignos de alabanza por nacer buenos y otros, condenables, porque así habríamos nacido. Pero, como todos somos de la misma naturaleza, capaces de conocer y de obrar el bien, y también de perderlo y rechazarlo, por eso somos: buenos o malos.

En varias ocasiones el Maestro aconsejaba así: «Que vuestra luz brille ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Y: «Tened cuidado de que vuestros corazones no se carguen con comilonas, embriaguez y preocupaciones profanas» (Lc 21,34). Y: «Estén ceñidas vuestras cinturas y encendidas vuestras lámparas, como criados que esperan a su Señor cuando está por volver de la boda, para abrirle cuando llegue y llame a la puerta. Dichoso el criado a quien el amo, al llegar, encuentre haciendo esto» (Lc 12,35-36). Y: « ¿Para qué me llamáis: ¡Señor!, ¡Señor!, si no cumplís mi palabra? (Lc 6,46). Y también: «Si el criado dice en su corazón: Mi amo tarda en venir, y empieza a golpear a sus compañeros, a comer, beber y emborracharse, cuando su amo llegue, en el día que menos lo espere, lo echará y le dará su parte entre los hipócritas» (Lc 12,45-46).

En una palabra, todas estas referencias muestran al ser humano libre y capaz de tomar decisiones. Dios nos aconseja, nos exhorta, nos muestra el camino, pero no se impone por la fuerza. Somos nosotros los que decidimos entre el bien y el mal, entre lo bueno y lo mejor. Desobedecer o apartarse de Dios es perder el bien que ya poseíamos como regalo; es lesionar al ser humano y causarnos daño.

Es tremenda la lucha entre el bien y el mal. La experimentamos todos los días. Y no sólo fuera de nosotros, en el exterior. Escribía Bernanós que el corazón del hombre es un campo de batalla entre el bien y el mal. «Veo lo bueno y lo apruebo –reconocía también el poeta Publio Ovidio Nasón- pero sigo lo peor». Pablo de Tarso cristalizaba con estas palabras su experiencia: «Todo es posible hacer, pero no todo conviene» (1 Cor 6,12). Así se muestra la libertad del ser humano, por la cual éste puede hacer lo que quiera, pero «no todo conviene». No podemos abusar de la libertad para enmascarar la malicia (1 Pe 2,16): eso no es conveniente, nos hace mal.

¿Y si no hubiéramos sido dotados de razón y fuéramos incapaces de examinar y juzgar? ¿Si fuéramos como los animales irracionales, que nada pueden hacer por propia voluntad, cuyo único timón es el instinto? Sería muy fácil, no podríamos desviarnos, pero tampoco juzgar.

¡Qué triste!, ¡qué aburrido! Tampoco podríamos realizar nada fuera de aquello para lo que fueron creados. Nada de creatividad. Ya no seríamos “seres humanos”, ni gozaríamos del bien, de la belleza, ni conoceríamos a Dios. No existiría el arte: el concierto “Emperador” de Beethoven, ni “El juicio Final” de Miguel Ángel, ni la estatua de la libertad… No desearíamos obrar el bien, pues todo sucedería por impulso, por puro mecanismo impuesto. Eso no es libertad. El bien no tendría valor ni importancia, pues todo se haría por naturaleza más que por voluntad. Todo sería automático, nada por propia decisión.

Siempre me ha impresionado el esfuerzo del atleta. La pasión por el triunfo le alienta en toda su preparación. Lucha, se sacrifica por una medalla que adquiere en la competición. Nadie se la regala. Sabe que, cuanto más se lucha por algo, parece todavía más valioso. Y cuanto más valioso, más se ama. Pero no amamos de igual manera lo que nos viene de modo automático, que aquello que hemos logrado con mucho esfuerzo. Y lo más valioso es amar. Y se ama, luchando por ello.

Desde el principio el ser humano ha sido dotado del libre arbitrio. Y no sólo en cuanto a las obras, sino también en cuanto a la fe, el Señor ha respetado la libertad y el libre arbitrio del hombre. Cuando el Señor dijo: «Que se haga conforme a tu fe» (Mt 9,29), muestra que el ser humano tiene su propia fe, porque también tiene su libre arbitrio. «Todo es posible al que cree» (Mc 9,23). «Vete, que te suceda según tu fe» (Mt 8,13). El ser humano posee libertad también para creer. Por eso «el que cree tiene la vida eterna, mas el que no cree en el Hijo no tiene la vida eternal» (Jn 3,36).

Quizás, algún día, el ser humano madure y use correctamente su libertad, amando lo verdaderamente bueno. Sólo así, libremente, seremos capaces de ver y comprender a Dios.

El ser humano es libre, como lo era Jerusalén: « ¡Cuántas veces quise recoger a tus hijos como la gallina bajo sus alas, pero no quisiste!» (Mt 23,37-38). Ese «no quisiste…»


¡Vence el mal con el bien!