Reflexi�n sobre la belleza

Autor: Jorge Enrique M�jica L.C

 

 

Virtud: la belleza

La belleza impone incesantemente en nosotros su presencia. Tan es as� que san Agust�n lleg� a preguntarse si amamos por ventura algo fuera de lo bello. Pero, qu� es lo bello; qu� nos atrae y aficiona hacia lo hermoso. “La belleza es dif�cil”, afirmaba Plat�n: por qu� un cuerpo humano es hermoso y otro no lo es; por qu� un paisaje golpea dulcemente y otro causa agria repulsa; por qu� una pintura atrae y otra ocasiona rechazo; por qu� algunas composiciones musicales, po�ticas, arquitect�nicas, escult�ricas nos hacen exclamar “�qu� bello!”, mientras tantas otras pasan desapercibidas o sencillamente desagradan; �qu� es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos? Porque, ciertamente, si no hubiese en ellas alguna gracia y hermosura, de ning�n modo nos atraer�an hacia s�.

En la antig�edad griega Policleto fij� un canon que hizo consistir la belleza en la proporci�n del cuerpo humano como correspondiente a siete veces y medio la altura de la cabeza; en el renacimiento, Vitrubio hizo consistir la belleza en general en la proporci�n arm�nica de las partes. Fue a partir de un est�ndar de belleza del cuerpo humano que se pas� a un metro de la belleza en general donde la condici�n para ser tal ser�a la proporci�n y la armon�a siempre materiales. Hoy, la dictadura de las opiniones comunes sintonizar�a amigablemente con aquellos criterios permitiendo a muy pocos identificar la belleza con algo que no fuese la apariencia externa del cuerpo humano. �Y es que acaso se puede negar la belleza que hay en algunos de ellos? Ciertamente no. De suyo, los cristianos reconocemos en Jes�s al “m�s bello de los hombres” (salmo 45 [44], 3). Y no pod�a ser de otra manera: era Dios. Sin embargo, la referencia a la belleza de Jes�s no se limita a lo exclusivamente externo si bien lo abarca y comprende.

La belleza f�sica es ef�mera y por tanto imperfecta. Lo bello, lo aut�nticamente bello, no muere sino que se convierte en otra cosa bella. Cuando se lee en Isa�as, en clara referencia a Jes�s: “Sin figura, sin belleza; no ten�a apariencia ni presencia; le vimos y no ten�a aspecto que pudi�semos estimar (…) como de taparse el rostro para no verle” (Is 53, 2-3), parece que la concepci�n de la belleza de Jesucristo est� condenada a ser parte de esa otra imperfecta. Pero no, la belleza de Jes�s no es s�lo exterior; en �l, ante todo, se encarna la belleza de la Verdad y del Amor, dos rostros de la belleza que la hacen inmortal.

Esa aparente extinci�n de la belleza corporal del Nazareno durante su pasi�n abre paso a otra m�s sublime y perfecta en s� misma. Y es que “El que cree en Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias alteradas de Cristo crucificado se manifest� como amor “hasta el final”, sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza (…) comprende que la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que s�lo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignor�ndolo”, escribi� el todav�a cardenal Ratzinger en abril de 2005.

S�, f�sicamente en la persona del Jes�s sangrante, del hombre desfigurado por el flagelo, la corona de espinas, los clavos y el pat�bulo, se puede encontrar cierta fealdad que hace valorar como monstruosa la figura externa de su cuerpo en un primer momento; sin embargo, este reparo queda superado por la belleza del gesto por el cual su hermosura f�sica no decanta en fealdad sino que es sublimada; una belleza que no podr� ser ya percibida exclusivamente con los ojos del cuerpo sino que precisar� siempre de los del alma. Es as� que la belleza de la donaci�n, del amor, de la virtud: la belleza inmortal, se descubre internamente, con los ojos del esp�ritu. Con esos ojos quedamos fascinados y somos aptos para aprender que el atractivo del cuerpo de Cristo se “pudre en el surco” por amor para mostrar lo hermoso del donarse padeciendo por los otros –redimirnos– y manifestar, al final, ya resucitado, la victoria de la plena belleza en su cuerpo glorioso; belleza, en definitiva, del amor y la verdad; belleza de sus obras reflejada en su figura glorificada.

Hace un a�o, tras una primera lectura de los vers�culos de Isa�as y el salmo 45, una poes�a titulada “Las manos feas” hizo nacer en m� las primeras reflexiones sobre el valor de la verdadera belleza. La transcribo �ntegramente: �-“Mam�: -le dijo el ni�o- eres hermosa,/ tu rostro es el trasunto de una diosa”./ Sonri�se la madre enternecida,/ mas el ni�o tornando a otras ideas/ a�adi� con palabras conmovidas:/ “-pero tus manos son tan feas”.http://mariologia.org/ Call� el ni�o al mostrar estos decires,/ mas replic� la madre:- “no las mires si tanto/ te disgusta contemplarlas”./ -“No lo puedo evitar -le dijo el ni�o-/ si al palpar con �vido cari�o/ tengo �oh madre!/ al instante que apartarlas”./ El padre que escuchaba al ni�o/ dijo: -“te contar� una historia mi buen hijo:/ hace tiempo dorm�a/ rozagante un ni�o/ encendi�se el mosquitero/ y las llamas del fuego traicionero/ amenazaban la vida del infante./ La nodriza corri� despavorida,/ mas la madre heroica decidida/ el fuego domin� a manotadas/ salvando de las llamas a su ni�o/ pero sus manos de blanco armi�o/ quedaron sin piedad carbonizadas./ Y cuando al final las vendas le quitaron/ sus manos deformadas le quedaron./ El ni�o comprendi� y en un instante/ vol� hacia su madre diciendo/ entre sollozos extrahumanos:/ “-no hay manos cual las tuyas en el mundo-”�.

Primariamente somos como el ni�o de la poes�a que sabe apreciar la armon�a est�tica del rostro de su madre; pero sabemos lo que viene: no permanece en una consideraci�n meramente externa. Es la virtud de la obra realizada por su madre la que le permite abrir los ojos del alma y reconocer una belleza suprema que le llevan a declarar el �ltimo verso: “no hay manos cual las tuyas en el mundo”. �No es lo mismo que nos sucede al valorar la beldad del gesto del divino maestro?

�Qu� es la belleza? La belleza es la marca que Dios pone a la virtud y �sta suele sonre�r con esplendor en la bondad, en la verdad y en el amor que hay en las obras que hacemos. �Y los cuerpos humanos? No es falso que hay cuerpos humanos arm�nicos y proporcionados que impresionan y podemos catalogar como hermosos; ante �stos podemos aplicar aquello que se dice en las Confesiones del obispo de Hipona: �Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su art�fice, no sea que le desagrades en las mismas cosas que te agradas�. Mas no podemos permanecer en un miramiento material de lo bello. Si somos capaces de captar la belleza de un acto de amor como los dos antes mencionados, uno claramente superior al otro, debemos esforzarnos por dar el paso de lo meramente exterior a la realidad profunda que capta el esp�ritu, lo que captamos dentro de nosotros; as� estaremos m�s preparados de percibir toda verdad, bondad y amor que, en suma, llevan la impronta de la belleza que nunca caduca.

Porque la belleza, hermana de la Verdad, arte puro y enemiga de lo artificioso, es fuerza y gracia unida en simplicidad, nos salvar�. Nos salvar� porque nos ayudar� a discernir entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo, entre lo l�cito y lo il�cito… �Qui�n no sucumbe ante la belleza de dos esposos que se abren a la vida en el respeto, comparten en familia y unidad lo pr�spero y lo adverso, la salud y la enfermedad? �Qui�n no se arrodilla ante el misterioso milagro de la vida? �Qui�n no se conmueve con la beldad de la inocencia, la dependencia y la necesidad de protecci�n de un reci�n nacido? �Qui�n es capaz de no captar la belleza de una vocaci�n a la vida consagrada nacida en el jard�n de la juventud generosa? ��Qui�n puede negar que la belleza exista?! Buen remate dio Cervantes cuando escribi�: “La hermosura que se acompa�a con la honestidad es hermosura, y la que no, no es m�s que un buen parecer”. Ah� el detalle. Quien busque con honestidad la belleza ser� capaz de verla con los ojos del alma. Y esos mismos ojos, indefectiblemente, le llevar�n al autor; a ese autor que no tuvo apariencia humana en su pasi�n y luego, resucitado, revestido por el valor de su acto supremo de donaci�n, es la Belleza misma.