El valor del correcto saber

Autor:  Jorge Enrique Mújica

 

 

El ajetreo cotidiano experimentó una ascensión inusitada a partir de la década de los 50’s. Desde entonces modernidad ha parecido ir de la mano del activismo y éste ha resultado ser antagonista de la reflexión. Al carecer de reflexión no hay una concepción correcta de la sabiduría; se ha deformado su concepto, génesis, fin y, a la par, ha desmerecido el interés hacia ella. El gusto humano, sumergido en la peyorativa percepción de la sapiencia, ha venido a contraponer (sin querer queriendo) modernidad contra pensamiento como si ambos no tuviesen una cuna común y se complementasen. 

El problema de fondo no es ya la confrontación existente sino el menosprecio por el razonar y el discurrir. El hacerlo ha venido a ser un «privilegio» de unos pocos que, según la mayoría, son lo patéticos perezosos sin quehacer a los que no les queda otra alternativa que el ejercicio de su masa encefálica.

Los hombres, quiérase o no, pensamos constantemente. Tenemos una vocación de pensadores porque tenemos la necesidad de pensar. Obviamente hay pensamientos más atinados que otros, más ricos y profundos que otros, pero todos somos pensadores natos: elegir qué vamos a merendarnos en la tarde, qué cenar por la noche o la simple deliberación por el vestido son ya unos pininos mentales que acusan mover muchas otras facultades del «yo» que, a su vez, implican un conocimiento interior y exterior de uno mismo. 

Así, resulta inútil e infantil sopesar el saber con la cantidad neta de tiempo disponible para este ejercicio; y es que no hay un «tiempo» para saber pues toda la vida es un constante adiestramiento en el aprendizaje y, por tanto, de la asimilación de la sabiduría; sabiduría que no es sino el conocimiento profundo de ciencias, letras y artes: del hombre y de la vida. Sabia es esa persona que posee la sabiduría, es decir, quien ha hecho suya la experiencia del diario vivir.

Humanamente hay una inclinación natural, un gusto por saber, por conocer cosas, tener noticias de un hecho o persona, por ser docto en alguna materia o habilidad para algún oficio. El gusto es esa facultad de percibir, sentir y apreciar lo bello y lo feo (y con ello lo bueno y lo malo) y, en ese sentido, todos somos capaces de distinguir (por muy subjetiva que sea nuestra apreciación) porque somos libres, porque somos «sabios» y la sabiduría es la única libertad. ¿Hay, entonces, hombres más libres que otros? No. Hay individuos con más voluntad que otros, hay personas que han aprendido a no calcular indiscriminadamente progreso en detrimento del pensamiento humano y esto les hace ser ricos porque discurren siempre en la calidad de su vida, no en su cantidad.

Para el hombre docto (y moderno) el vivir debe ir de la mano del pensar. Vivir y pensar implican conocerse, trascender la frontera de qué me gusta merendar, cenar o vestir; conocer nuestra habilidades y aptitudes, nuestros defectos y fallas; potenciar unos y sofocar los otros. Pero no es sólo esto. La sabiduría del yo, que es asimilarse y potenciarse, implica darse, encauzar la directriz activa al interés por el otro. En este interesarse se halla el gusto por saber, el gusto por conocer a los demás (plenitud del propio conocimiento con el que empezamos a penetrar el cerco del club de los sabios) y caer en cuenta de que actualidad, tecnología y ciencia no están en contra de la sabiduría pues se ordenan a fortalecerla.

Para el cristiano, además, el saber implica la misión del compartir. ¿Compartir qué? Compartir, comunicar el tesoro de la fe, pues el propio acervo cultural no estaría colmado sin la riqueza del saber religioso. Saber que estamos llamados a transmitir: esto es evangelizar, el fin al que se ordena el saber de todo cristiano.

Hacen falta quienes hagan gustar el saber; hay menester de obreros que le den a conocer; urgen «Sócrates» del siglo XXI enamorados de la sabiduría y apóstoles de nuestro tiempo que prediquen a la Sabiduría encarnada. Porque ser sabio y moderno no es sinónimo de egoísmo ni plantean disyuntiva. He aquí la apoteosis del sabio: no adquirir la sabiduría, sino disfrutar de ella paladeando el saber, el saber que poseemos cuando nos autoconocemos y aceptamos, cuando conocemos a los otros y los aceptamos... sin prisas.