En Belén hace frío

Autor: Christian Sánchez, L.C.

 

 

Navidad, dulce palabra que evoca a la mente y el corazón felices recuerdos y gratas emociones. Como dibujadas sobre un cándido lienzo, un amplio cortejo de imágenes desfila por nuestra memoria: verdes abetos enfundados de titilantes luces de colores. Grandes avenidas engalanadas con alumbrados navideños. Gran cantidad de rechonchos viejitos con su respetable barba blanca y atuendo rojo. Abundantes snowman de nariz de zanahoria y un alto sombrero de copa. Cantos alegres. Y frío, mucho o poco, pero el frío no puede faltar.

¡Qué contraste tan misterioso nos presenta la Navidad! La fiesta de los corazones que arden se celebra, en la mitad del mundo, durante el gélido invierno. Y sin embargo, basta reflexionar un poco para percatarse de la contundente lógica con la que la providencia determinó la fecha.

Fue precisamente en una de estas heladas vigilias cuando Dios se encarnó. En Belén, figura de la humanidad entera, aquella noche hacía mucho frío. Enclavado en lo alto de una pequeña colina, el pueblo mismo se asemejaba a un anciano que tiritaba de pies a cabeza. Sus casas de piedra parecían estrecharse entre sí, para protegerse unas a otras. En sus calles sólo abundaba la soledad.

Descendía la escarcha, reluciente a la luz de la luna, y se posaba sobre sus techos y sus caminos. Los lugareños se refugiaban en sus hogares, mientras que los numerosos peregrinos, hacinados en torno a crepitantes fogatas, buscaban resguardarse en las posadas. Al menos así, decían, lograrían calentarse las manos. Pero en el fondo, bien lo sabían, sus corazones morían lentamente de hipotermia.

Fue entonces cuando una luz rasgó las tinieblas, encendió los corazones e iluminó la noche. “He venido a traer fuego, y qué quiero sino que arda” exclamará años más tarde a los que le seguirán. Pero, por ahora, la cálida presencia de este Niño, que revitalizó los miembros engarrotados de una humanidad enferma, yace sobre un agreste pesebre.

Sus únicos custodios son una pareja desconocida de humildes aldeanos, algunos pastores, unas ovejas, un burro y un buey. Todos ellos han dejado de sentir frío. Sus miembros no tiemblan más. Un fuego misterioso los rodea, y la fuente de este calor no es sino aquel bebé, que reposa inocentemente y que, misteriosamente, también tiene frío.

Hubiera bastado aquella intensa llamarada de amor para solucionar definitivamente los problemas del hombre, de todo hombre. Pero la realidad que hoy palpamos nos lo contradice. ¿Es que se ha extinguido por completo?

Contrariamente a lo que muchos piensan y afirman, hoy sufrimos de “enfriamiento global”, a pesar de que la llama de Belén siga encendida. Así vemos que el clima externo aumenta, mientras que el interior desciende, y el frío sigue aumentando.

Y nos preguntamos de nuevo: ¿qué ocurrió con aquella luminaria de Belén? ¿Acaso su luz ha dejado de iluminar al mundo contemporáneo? No. No ha dejado de resplandecer. Decisivamente, la respuesta es otra. Así como en la primavera llega el deshielo, y la oscuridad se acorta, del mismo modo la noche de Navidad constituyó el culmen de la ley del amor.

El hombre, profundamente congelado por su egoísmo y esclavizado por el pecado, esperaba al nuevo sol, al rey del amor, que pudiera acabar con esta frialdad. Esta ley entró en vigor hace 2,000 años, pero necesitó en su momento, y sigue necesitando hoy, de valerosos ministros que la extiendan por todo el orbe, o el mundo seguirá apagándose por falta de amor.

Es necesario que la antorcha encendida en la cueva de Belén hace veinte siglos, pase de mano en mano, de manera que pueda iluminar las carreteras, las avenidas, y hasta las callejuelas más recónditas. “Si sois lo que tenéis que ser, prenderéis fuego al mundo entero”, decía el Papa Juan Pablo II a los miles de cristianos reunidos en la plaza de San Pedro, durante el período natalicio de 2001.

Este 25 de diciembre cada uno de nosotros recibirá una antorcha nueva. Por ello, esta navidad no puede pasar como desapercibida. Tiene que ser diversa. ¿Qué la hará especial? La presencia de aquel Niño, pequeño, tierno, indefenso, tremolante; pero que es nada menos que el mismo Dios. Un Dios que, para derretir los corazones congelados de los hombres, ha querido hacerse uno como ellos y, con ellos, sentir frío.

¡Vence el mal con el bien!