Sus llagas no han curado

Viernes Santo, Ciclo C

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)   

 

Hace algunos días, después de ver por tercera vez la película de la Pasión de Cristo, de Mel Gibson, escuché este comentario de una joven: “Esta película ha dado un giro radical a mi vida porque me he dado cuenta de lo que Jesús ha hecho por mí. Yo era indiferente, pero ahora he sentido hasta dónde llega el amor de Cristo hacia mí”. Y como éste, tantísimos otros testimonios. Definitivamente, este film está transformando a muchas personas.

No sé si ya sepas cómo y por qué concibió Mel Gibson esta producción. Él mismo nos lo ha contado. Hace como doce años, se encontraba en e l c ulmen de su carrera artística, como estrella de Hollywood. Pero totalmente vacío por dentro. Entró en una crisis aguda de depresión y llegó incluso al borde del suicidio. Fue entonces cuando tomó los Evangelios y comenzó a meditar en la Pasión del Señor. Y nos confiesa que, a partir de ese momento, también su vida empezó a cambiar. Entendió que las heridas del Señor habían curado sus propias heridas.

La primera cosa que a mí me impresionó de esta película fue el inicio. No es una escena, sino una frase: “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; fue traspasado por nuestras rebeliones y triturado por nuestros crímenes. E l c astigo de nuestra salvación cayó sobre Él y por sus llagas hemos sido curados”. Son palabras del profeta Isaías, que aluden con gran evidencia a la Pasión de nuestro Señor. Y aparecen, además, en la primera lectura de la liturgia de hoy, Viernes Santo, viernes de Pasión Éste es el marco, la clave de lectura y de interpretación de toda la película. Y, por supuesto, de toda la Pasión de Jesús. Ésta fue la profunda experiencia personal de Mel Gibson. Y debe ser también la de cada uno de nosotros.

Noche de luna llena. Equinoccio de primavera. ¡Es la Pascua! Un cielo iluminado por el esplendor de la luna. Pero, al mismo tiempo, una noche misteriosa, extrañamente amenazante, cubierta de nubes galopantes. Ésta es la escena que abre el film. La noche sobre el huerto de los Olivos. Silencio. Sólo se escuchan unos gemidos, unas palabras en voz baja, que parecen romper la paz en Getsemaní. Es Jesús, que ora, preso de angustia. Sus discípulos duermen. No lo acompañan en estas horas tan terribles. Jesús ora con más insistencia y angustia. Y aparece el tentador, una macabra figura andrógina, pálida, con insidiosas asechanzas: “No podrás. El peso de la redención de las almas es infinito. Nadie ha podido jamás con él. Nadie, jamás”. Y e l c ombate de Jesús entre el demonio, la repugnacia de su naturaleza y la aceptación de la Voluntad del Padre llega hasta el paroxismo, y entra en agonía: “Abbá, Padre, si es posible que pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi Voluntad, sino la Tuya”. Obediencia y heroísmo escalofriantes. Impresionan profundamente. Conmueven y confortan estas escenas.

Luego se van sucediendo todos los pasos de la Pasión, con un realismo y fidelidad puntual a los relatos evangélicos, con una fuerza plástica y dramática extraordinaria, con un respeto reverencial y una delicadeza infinita en la persona de María, con una profundidad y penetración espiritual que llega hasta las entrañas de quien los contempla. En algunos momentos sólo se escuchan sollozos alrededor. No se han podido contener las lágrimas de dolor, de compasión, de amor, de admiración.

Viene la traición de Judas, el prendimiento del Señor en el huerto y la violencia de la guardia sobre el pobre Jesús, que “es conducido como manso cordero a degollar”. Inocente, indefenso, humilde, sin oponer resistencia. La reunión del Sanedrín a medianoche, las falsas acusaciones, las burlas, las humillaciones. “Fue condenado por un juicio inicuo –profetizaba Isaías— sin que nadie defendiera su causa, pues fue arrancado de la tierra de los vivos y herido de muerte por e l c rimen de su pueblo”. Lo condenan a muerte y, tras el veredicto, se desencadenan los golpes, las bofetadas en serie, los ultrajes del Sanedrín en pleno, descargando contra Él todo su odio, su crueldad y su deseo de venganza. Al mismo tiempo ocurren las negaciones de Pedro, la mirada de Jesús, el tremedo dolor y el llanto del apostol, el encuentro con la “Mater”. ¡Cuánto dolor y compasión cuando se enfoca a María, que sigue de cerca los quebrantos de su Hijo amado!

Luego viene la noche de prisión, la desesperación de Judas. Al rayar el alba, la escena del suicidio de Judas y el proceso ante el tribunal romano. Pilato muestra interés en salvar a Jesús, pues es patente su inocencia. Pero se pinta enseguida la gran debilidad del procurador romano, su deseo de complacer a las autoridades y al pueblo judío para no acarrearse problemas mayores, su confusión y su admiración de Jesús, sus titubeos, sus cálculos políticos, su ambición de medro personal y su miedo a verse implicado en una situación demasiado comprometedora para su pellejo.

Particularmente impactante es la escena de la flagelación. Una escena más realista, más cruel y más cínica no la había visto jamás representada en la Pasión. Pero, al mismo tiempo, el heroísmo y la voluntad de oblación de parte del Señor: “Padre, mi corazón está pronto”. Y enseguida comienza la tortura: los latigazos que se hacen interminables y el brutal ensañamiento de los verdugos romanos, sádicos y ávidos de sangre como una fiera hambrienta, que destrozan sin piedad el cuerpo de Jesús y e l c orazón de su Madre santísima: “¿Cómo, dónde, hasta cuándo decidirás poner fin a tanta tortura, Hijo mío?” –balbucea María a l c ontemplar a su Jesús flagelado—. Las lágrimas y el tremendo dolor de aquella Madre taladran el propio corazón. Es fuerte y dura. Pero dicha violencia no es nunca un fin en sí misma. Es Jesús, nuestro adorable Redentor, quien sufre hasta el paroxismo por amor a cada uno de nosotros. Es la Sangre preciosa del Cordero inmaculado, derramada por amor, para redimirnos del pecado. ¡Esta escena es de verdad impresionante!

Es también muy conmovedor, por su delicadeza, el gesto de Claudia –mujer de Pilato— que ofrece unos paños a María. No hay palabras; sólo la expresión del rostro, de la mirada; y lágrimas. Y, tras la flagelación, María y la Magdalena recogen con ellos, con profunda reverencia y amor, la sangre esparcida por el suplicio. ¡Esa sangre es bendita, es sagrada, y no puede perderse o profanarse!

Luego, la coronación de espinas, las burlas, las bofetadas y las crueles humillaciones de aquellos soldados toscos y cínicos contra un Jesús quebrantado en su carne y en su alma, capaz de mover a compasión a l c orazón más empedernido. Una bestia hubiese tenido más piedad que aquellos desalmados. Después, el “Ecce Homo”, la confrontación con Barrabás, los últimos intentos de Pilato por salvar a Jesús, la discusión con los sumos sacerdotes y con la turba, cada vez más sedienta de sangre y de muerte. Y, al fin, cede. Lo entrega a la crucifixión.

E l c amino hacia el Calvario está lleno de imágenes profundamente conmovedoras. Particularmente bello es el encuentro de Jesús con María. Una joya de delicadeza, de intuición exquisita, de ternura infinita. El quebranto y la compasión amorosa de aquella Madre bendita traspasan de nuevo e l c orazón y conmueven muy hondamente. Es éste, quizá, uno de los momentos más emotivos de toda la película. Y el gesto dulce y compasivo de la Verónica que enjuga el santísimo rostro de nuestro Señor. Y el humanísimo comportamiento del Cireneo, sobre todo la transformación interior de su alma a l c ontacto con el Cristo sufriente. Renuente al principio, al ir compartiendo la cruz de Jesús, se va compadeciendo; y, al final, no quiere ya separarse de Él.

La crucifixión es escalofriante. Filmada con grande realismo y con enorme veneración al mismo tiempo. Las últimas palabras de Jesús en la cruz son momentos de una elevación singular: la súplica de perdón para sus enemigos, la promesa del paraíso al buen ladrón, la sed, la entrega de su Madre a Juan, el misterioso abandono paterno, el informe de su misión, la entrega de su espíritu al Padre. Y, tras la muerte de nuestro Señor, la transverberación de su costado, el religioso temor de los soldados, la lágrima del Padre caída desde los cielos, el terremoto, la destrucción del templo, la derrota definitiva del poder del mal y de la muerte. Y luego el descendimiento de la cruz y la acogida del Cuerpo bendito en el regazo de María. Retratos todos de una sublimidad inigualable.

Mención especial merecen los maravillos “feed-backs”, elocuentísimos desde el punto de vista teológico y espiritual. Allí aparecen claves de lectura importantísimas: sobre todo el tema de la Eucaristía y el Sacrificio redentor de Cristo, la presencia de María en la vida oculta y pública de nuestro Señor; el Sermón de la montaña y de la Última Cena, el mandato de la caridad cristiana, etc. Cada una de las escenas y los detalles de la película, las expresiones del rostro, las miradas, merecerían un comentario aparte. Pero el espacio no nos da para ello.

En fin, habría muchísimo que decir y no he sino esbozado los temas, como la obertura de una sinfonía. Pero debo terminar. Es una experiencia espiritual que todos debemos hacer si queremos llamarnos y ser auténticos cristianos. Sólo en la Pasión logramos comprender y aceptar tantas cosas incomprensibles en nuestra vida, y experimentamos en el fondo de nuestra alma el amor infinito de un Dios que se entregó, hasta la locura, para salvarnos. ¡Sus llagas nos han curado! Y por ti y por mí volvería a repetirlo con tal de llevarnos a l c ielo. Ojalá también nosotros, en este Viernes Santo y en toda nuestra vida, aprendamos a amar la cruz y al Cristo Crucificado para merecer de verdad el nombre de cristianos.