¿Para reinar con el "Rey de Reyes"

Domingo XXXIV del tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Cuenta una leyenda que había un rey muy cristiano y con fama de santidad, pero sin hijos. El monarca envió a sus heraldos a colocar un anuncio en todos los pueblos y aldeas de sus dominios: “El joven que reúna los requisitos exigidos, puede aspirar a la sucesión del trono, previa entrevista con el rey. Y los requisitos son dos: Amar a Dios y amar a su prójimo”.

            En una aldea muy lejana, un joven leyó el anuncio real y pensó que él cumplía las condiciones. Pero era tan pobre que no contaba con vestimentas dignas para presentarse ante el santo monarca, y temía solicitar la entrevista. Después de todo, juzgó que su pobreza no sería un impedimento para conocer, al menos, a tan afamado rey. Trabajó día y noche hasta que logró reunir una discreta cantidad de dinero, se compró ropas finas, algunas pocas joyas y emprendió el viaje rumbo al palacio. Al llegar a las puertas de la ciudad se le acercó a un pobre limosnero, que tiritaba de frío, cubierto de harapos. Con sus brazos extendidos y con voz débil y lastimera, pidió auxilio: –“Estoy hambriento y tengo frío; ayúdeme, por favor...”

El joven quedó tan conmovido que de inmediato se deshizo de sus ropas finas y se puso los harapos del limosnero. Y le dio también las provisiones que llevaba.

            Cruzando los umbrales de la ciudad, le salió al encuentro una mujer con dos niños tan sucios como ella: –“¡Mis niños tienen hambre y yo no tengo trabajo!”. Y sin pensarlo dos veces, se quitó el anillo del dedo, las pocas joyas que se había comprado y sus zapatos, y se los regaló a la pobre mujer. Titubeante, continuó su viaje al castillo, vestido con harapos y carente de provisiones para regresar a su aldea.

            A su llegada al castillo, un asistente del rey le mostró el camino a un grande y lujoso salón.  Después de una breve pausa, fue admitido a la sala del trono. El joven inclinó la mirada ante el monarca. Y cuál no sería su sorpresa cuando alzó los ojos y se encontró con los del rey. Atónito, exclamó: –“¡Usted... usted! ¡Usted es el limosnero que estaba a la vera del camino!”

            En ese mismo instante entró una criada y dos niños trayéndole agua al cansado viajero, para que se lavara y saciara su sed. Su sorpresa fue mayúscula: –“¡Ustedes también! ¡Ustedes estaban en la puerta de la ciudad pidiendo limosna!”.

–“Sí –replicó el soberano con un guiño– yo era ese limosnero, y mi criada y sus niños también estuvieron allí.

–“Pero... pe... pero... ¡usted es el rey! ¿Por qué me hizo eso?– tartamudeó el joven mientras tragaba saliva.

–“Porque necesitaba descubrir si tus intenciones y tus obras eran auténticas –dijo el monarca–. Sabía que si me acercaba a ti como rey, fingirías; y a mí me hubiese sido imposible descubrir lo que hay realmente en tu corazón. Como limosnero, en cambio, he podido descubrir que de verdad amas a Dios y a tu prójimo. Y tú eres el único que has pasado la prueba. ¡Tú serás  mi heredero! – sentenció el rey– ¡tú heredarás mi reino!”.

            Esta simpática historia nos puede ilustrar el Evangelio de hoy. Este domingo celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Él es el verdadero Rey de reyes. Y nos invita a reinar con Él. Pero nos exige unas condiciones para ello: el amor a Dios y al prójimo. En el juicio final, cuando Él venga en su gloria, ésta será la materia de nuestro examen: la caridad, el modo como tratamos a nuestros semejantes. Jesús se identifica con ellos y lo que hagamos a nuestro prójimo lo considera como hecho realmente a Él mismo. Y entonces se verá si somos dignos de reinar con Él por toda la eternidad. “Al atardecer de la vida –nos dice bellamente san Juan de la Cruz– seremos juzgados sobre el amor”.