¿Como es el mas allá?...

Domingo XXXII del tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

¿Has hablado alguna vez con alguien del “más allá”? ¿Cómo nos imaginamos la vida después de la muerte? Es éste un interrogante misterioso...

            Nos quedan ya sólo tres domingos del tiempo ordinario antes de iniciar el período litúrgico del Adviento, que nos prepara interiormente a las fiestas de la Navidad, al misterio del nacimiento de Jesucristo. Y la Iglesia, como buena pedagoga, quiere ofrecer a nuestra consideración en estas semanas las verdades supremas de nuestra existencia. Y una de ellas es la muerte y el más allá.

            Es un hecho innegable que todos vamos a morir. Y no podemos pasarlo por alto o ignorarlo, como el avestruz que mete la cabeza en un agujero bajo tierra o en un matorral para no ver el peligro, imaginando que así el peligro desaparece.

            El tema central del Evangelio de hoy, que nos presenta la parábola de las diez vírgenes, es el retorno de Cristo; y, para nosotros, coincide con la hora de nuestra muerte: el encuentro definitivo y eterno con nuestro Señor y Redentor al final de nuestro propio tiempo de vida.

            La verdad es que se podrían decir muchísimas cosas sobre la muerte y la eternidad. Son temas fecundísimos sobre los que han meditado todos los hombres sabios de todos los tiempos. Nadie ha quedado indiferente ante esta realidad. En todas las culturas encontramos manifestaciones de esta creencia en la muerte y en el más allá: desde las gigantescas y antiquísimas pirámides de los faraones en el viejo Egipto, pasando por los mausoleos griegos y asiáticos; las imponentes necrópolis de los etruscos y los silenciosos cementerios romanos y cristianos. En todos los pueblos hallamos ritos, estelas y objetos funerarios, desde el Extremo Oriente hasta el más alejado pueblo indígena del continente americano, desde las civilizaciones nórdicas hasta los últimos rincones de la Patagonia.

            Se podría escribir una tesis entera, pero no es mi pretensión ni el lugar ni el momento. Ésta quiere ser sólo una modesta invitación a escuchar la voz del Señor y de la Iglesia, que nos exhortan en este domingo a meditar en el sentido último de nuestra existencia y en la realidad de la muerte. Lo único verdaderamente importante en nuestra vida es lo que hagamos por Dios y por nuestros hermanos, los hombres. Sólo así seremos como las vírgenes prudentes, que se prepararon para el encuentro con el Señor con sus lámparas encendidas y sus alcuzas llenas de aceite.

            Hace tiempo me encontré en una lápida funeraria un bellísimo epitafio que quisiera hoy compartir con mis lectores. Creo que éste habla por sí solo. Dice así:

            “Si me amas, no llores. Si tú conocieras el misterio inmenso del cielo donde yo vivo ahora, si pudieses ver y oír lo que yo veo y oigo, en esta realidad sin fin y en esta luz que todo lo rodea y lo penetra, tú no llorarías.

            Aquí se es absorbido por el Amor de Dios, por sus expresiones de infinita bondad y por los reflejos de su inmensa belleza. Las cosas de un tiempo nos parecen tan pequeñas y sin importancia en comparación con éstas.

            Todavía guardo un gran afecto hacia ti: una ternura que no conocido jamás. Soy feliz de haberte encontrado en el tiempo, a pesar de que todo era entonces fugaz y pasajero. Ahora el amor que me une profundamente a ti es gozo puro y sin fin. Mientras yo vivo en la serena y exultante esperanza de tu llegada hasta nosotros, piénsame tú de esta manera.

            En tus batallas, en tus momentos de desconforto y soledad, piensa en esta casa maravillosa donde no existe la muerte y donde nos saciaremos juntos, en el éxtasis más intenso, en la fuente inextinguible del amor y de la felicidad. ¡No llores, pues, si realmente me amas!”