El farolero

Domingo XXXI del tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

Antoine de Saint-Exupéry, en su célebre obra “El principito”, nos presenta al protagonista visitando diversos planetas. Allí encuentra personajes muy extraños para él –a los que llama “adultos”–, llenos de extravagancias y de comportamientos incomprensibles. Conoce a un antipático “sabio” que se dedica todo el día a realizar cálculos matemáticos; encuentra luego a un borracho; y también a un “farolero”. Este último pasaba sus días y sus noches encendiendo y apagando farolas, y su gran afición era recibir aplausos de la gente. Pero el principito no sabía qué era eso de aplaudir. El farolero, entonces, le enseña cómo hacerlo con tal que lo aplaudiera. El pequeño príncipe acepta, pero encuentra bastante aburrida aquella “diversión”, quedando profundamente consternado: “Realmente –concluye– los adultos son personas bastante extrañas”.

            Y tenía razón. Alguien que se dedica a buscar que los demás lo aplaudan y que anda mendigando alabanzas, honores y “caravanas” por dar pábulo a su autocomplacencia y vanagloria es una persona bastante extraña. Pero de lo que no nos damos cuenta es que nosotros somos también en ocasiones ese “alguien”. ¡Cómo nos gusta que la gente hable bien de nosotros, nos halague y diga mil maravillas de nuestra persona! Aunque no sea verdad. Lo importante es quedar bien ante ellos, “impresionar” y que nos consideren importantes, dichosos o privilegiados por cualquier cosa. Y cuando la gente no lo hace espontáneamente, nos convertimos de pronto en pavorreales para atraer su atención, para que se fijen, digan y hablen de nosotros. Y si para ello tenemos que vestir de modo estrafalario o exhibir el cuerpo un poco demasiado a veces, no importa; o si llamamos la atención por el coche que traemos, por la manera como nos arreglamos o nos comportamos, también está bien. Al fin de cuentas, lo que importa es llamar la atención y que la gente se haga lenguas de nosotros.

            El poeta mexicano Juan de Dios Peza compuso una hermosa poesía llamada “Reír llorando”, y es como una brevísima tragedia en verso, compuesta sólo de unas cuantas estrofas. En ella nos narra el drama interior de un famosísimo cómico inglés, Garrik, que hacía morir de risa a todo el mundo, pero que él vivía por dentro en un infierno: risas y carcajadas hacia fuera, pero tristeza infinita y amargura de muerte por dentro.

            ¡De veras que el teatro del mundo está lleno de engaños y de mascaradas porque muchas veces sólo se vive de apariencias! Es como un carnaval o una fiesta de disfraces en la que lo único que cuenta es “aparentar” y representar bien un personaje de ficción, irreal. Y eso, obviamente, deja un vacío terrible en el alma, una honda amargura interior, una sensación de engaño y de sinsentido que no podemos llenar con nada en el mundo. Y si en alguna ocasión excepcional llegamos a tener el valor de quitarnos la careta en nuestro propio cuarto, a solas, y nos miramos al espejo, nos percatamos de que nuestro rostro está totalmente demacrado, macilento, desfigurado y roto. No somos los mismos que aparentamos ser. ¡Es un engaño, una farsa y una mentira! Y eso sólo causa una terrible tristeza y una amargura insoportable. ¿No crees que éste podría ser uno de los motivos más profundos de tantos traumas psicológicos y depresiones de la gente de nuestra sociedad?...

            Pero, afortunadamente, contra este tipo de males, tan difundido en nuestra sociedad contemporánea, nuestro Señor también tiene una medicina. Y de esto nos habla en el Evangelio de hoy. El Señor trata de “desenmascarar” a los fariseos y de ponerlos al desnudo para que se den cuenta del grave engaño en el que viven. Es una tremenda necedad vivir de apariencias y hacer todo lo que hacen sólo para que la gente los vea y hable bien de ellos. ¿Qué sentido tiene “buscar los primeros puestos en las sinagogas y en los banquetes, que la gente les haga reverencias por la calle y les llame maestros”? ¿Para qué sirve todo eso? ¡De verdad que es una estupidez vivir como “farolero”! Hasta el nombre de este vicio revela el engaño: se llama “vana–gloria”, “vanidad” o “hipocresía” porque todo es falso y vano. “Hipócrita” en griego significa actor, comediante. Desde entonces este vicio se indica con el mismo nombre de la secta religiosa de esos hombres: “fariseísmo”.

            No caigamos nosotros en este gravísimo escollo. No seamos nosotros payasos o comediantes. Seamos lo que realmente somos y lo que tenemos que ser. No vivamos de apariencias, sino de verdades; no con engaño, sino con sinceridad; de cara a Dios y no delante de los hombres. Tal vez a los demás los podemos engañar alguna vez. Pero a Dios y a nuestra propia conciencia jamás los engañamos.