La historia de un rico que acabó en tragedia

Domingo XXVI del tiempo ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

Se cuenta que, en una ocasión, Sócrates paseaba por el mercado principal de la ciudad de Atenas. Y, al verlo, uno de sus discípulos le preguntó: “Maestro, hemos aprendido contigo que todo sabio lleva una vida simple y austera. Pero tú no tienes ni siquiera un par de zapatos”. “Correcto –respondió Sócrates—. El discípulo continuó: “Sin embargo, todos los días te vemos en el mercado principal, admirando las mercancías. ¿Podríamos juntar algún dinero para que puedas comprarte algo?”. “¡Ah no!, tengo todo lo que deseo –dijo Sócrates— pero me encanta ir al mercado para ver que sigo siendo completamente feliz sin todo ese amontonamiento de cosas”. No es más feliz el que tiene muchas cosas, sino el que no necesita de ellas.
El pasaje de hoy es una continuación temática del Evangelio del domingo pasado. Hace ocho días, a propósito de la parábola del administrador infiel, reflexionábamos en el peligro de las riquezas, no porque éstas sean malas, sino por las consecuencias tan deplorables que a veces ellas llevan consigo. “No podéis servir a Dios y al dinero”, nos decía Jesucristo. Y la parábola de hoy es una clarísima ejemplificación de esta enseñanza.
El rico epulón es ese tipo avaro y egoísta a quien no le importan la pobreza ni la indigencia del pobre. Se pasaba sus días banqueteando espléndidamente, con un derroche escandaloso de lujos, gozando de su abundancia y de sus desenfrenos. Mientras que el pobre Lázaro yacía postrado en el portal del palacio del rico, “cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de su mesa, pero nadie se lo daba”. Su riqueza le hizo totalmente frío e insensible ante las necesidades más elementales y apremiantes del mendigo. Incluso los perros se mostraban más compasivos que el avaro aquel.
La avaricia, el abuso y la indiferencia a la que conducen las riquezas se ha visto en todas las épocas de la historia de la humanidad. Ya el profeta Amós nos pinta con vivísimos colores la situación de la sociedad de Israel ocho siglos antes de la venida de Cristo: “¡Ay de vosotros, los ricos, que os acostáis en lechos de marfil y coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo; canturreáis al son del arpa, bebéis vinos delicados, os ungís con los mejores perfumes, y no os doléis de los desastres de los pobres! Por eso, iréis al destierro, a la cabeza de los cautivos” (Am 6, 4-7).
El problema no es, en sí, el hecho de comer bien y de gozar de las propias riquezas. Eso sería un pecado de gula que, al fin y al cabo, sería más fácilmente excusable. Lo verdaderamente grave y casi imperdonable es esa total despreocupación y aterradora indiferencia ante la desgracia del prójimo, mientras que muchos ricos nadan en sus lujos y vanidades, derrochando el dinero de una manera obscena y escandalosa.
También hoy en día sucede algo parecido. Ese rico epulón de la parábola pueden ser hoy los países ricos de Occidente, que se ahogan en el consumismo y en la abundancia, y que, con sus sistemas económicos, esclavizan tiránicamente a tanta pobre gente del África y de los países en vías de desarrollo. Éstos se mueren de hambre y se hallan desprovistos de los medios más indispensables para vivir con una cierta dignidad. 
Pero yo no me refiero ahora sólo a estos casos. Tal vez en nuestras propias colonias y comunidades conocemos a algunas personas que viven en extrema pobreza y pasan apremiantes necesidades en su cuerpo o en su alma. A lo mejor los vemos todos los días en la calle, en las esquinas de las grandes avenidas pidiendo alguna caridad, o enfrente de los semáforos ganándose la vida como pueden, esperando de nosotros algunas monedas. Y quizá pasamos a su lado y nos encogemos de hombros pensando en que ése no es nuestro problema, y no movemos ni un solo dedo para socorrerlos. A muchos los vemos postrados, como el pobre Lázaro, y tal vez no nos compadecemos de ellos ni les damos siquiera las migajas que caen de nuestra mesa.
Pero fijémonos muy bien en la suerte final –¡tan diferente!— del uno y del otro. El rico murió “y lo enterraron”. Quedó sepultado en la tierra y todos sus bienes se pudrieron juntamente con él. En cambio, el pobre Lázaro fue llevado al seno de Abraham, a gozar de la gloria de Dios. El primero recibió sus bienes en vida y, despúes de la muerte, fue a parar al infierno para purgar sus culpas y sus pecados; mientras que el pobre, que sólo recibió males en vida, fue llamado a recibir su recompensa en el cielo.
Cristo nos habló centenares de veces en el Evangelio acerca del cielo y del infierno, como premio o castigo de nuestras obras. No es un cuento de niños ni un invento de la Iglesia. Es una verdad fundamental de nuestra fe. De lo contrario, ¿a qué vino Jesucristo a la tierra? ¿Para qué se encarnó, abrazó los terribles sufrimientos de su pasión y murió en la cruz? Para salvarnos, ¿de qué? Si no hay un infierno y un cielo, todo eso no tiene ningún sentido.
El rico epulón fue condenado a las llamas del infierno por su egoísmo, su indiferencia y por no haber ofrecido su ayuda al pobre; no por haber sido un ladrón o un asesino, sino por su gravísimo pecado de omisión. Su culpa fue el haber pasado la vida entera sin pensar en los demás y el no haber abierto sus entrañas al necesitado.
Ojalá que a nosotros no nos suceda lo mismo. Recordemos aquello que solía repetir san Juan de la Cruz: “En el atardecer de la vida seremos juzgados sobre el amor”. Hagamos el bien a los demás ahora, mientras podemos; ganemos muchos méritos para el cielo mientras Dios nos concede este tiempo para ayudar a nuestros hermanos y tender una mano caritativa y generosa al necesitado. Entonces, al final de nuestra vida, seremos recibidos en las moradas eternas y gozaremos para siempre de la presencia y del amor de Dios, nuestro Padre.