¿Tú te subirías a la carretilla?

Domingo XXI del tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)             

 

El discurso eucarístico de Jesús llega a su fin. Pero, como hemos ido meditando en estas últimas semanas, cuando no se escuchan las palabras de nuestro Señor con fe, sino que se las interpreta de un modo humano, demasiado “carnal”, “tierra-tierra”, las cosas acaban mal. Querer interpretarlas al pie de la letra es un absurdo y una locura. Y es lo que les pasó a los judíos. Pero no por culpa de Jesús, sino por las malas disposiciones de sus oyentes. Ya El se lo había anunciado y les había insistido, más de una ocasión, en la necesidad ineludible de la fe. Pero fue inútil. Y ahí tenemos los resultados...: el escándalo, la deserción y el abandono del Señor: “Duras son estas palabras –concluyen escandalizados–. ¿Quién puede oírlas? Es inaceptable este discurso. ¿Cómo hacerle caso?”.

Pero a nuestro Señor no le preocupa “la opinión pública”, ese tirano que esclaviza a tantos hombres, incluso a aquellos que se consideran más inteligentes y libres. ¡Cuántos de nosotros somos víctimas de la opinión de los demás! Jesús no se retracta ni mitiga sus palabras para que sus discípulos no se le vayan. El quiere gente convencida, no admiradores fáciles, y menos aún aduladores engañosos y frívolos.
Se cuenta que cuando Cronwell hacía su entrada triunfal en Londres, alguien le hizo notar la enorme afluencia de pueblo que acudía de todas partes para verle. “La misma habría – respondió él fríamente– y mucha más aún para verme ahorcar”. ¡Así de veleidosas son las multitudes! Jesús lo sabía muy bien y, por eso, no se dejaba impresionar por la respuesta de las masas: ni el aplauso de los hombres le hacía sentirse más “importante”, ni se alteraba por la más o menos frecuente “impopularidad” de su mensaje. Por ello gozaba de tanta libertad de espíritu: porque no se peocupaba por lo que los demás pensasen de El.

Nuestro Señor sabía que mucha gente –incluso entre sus discípulos– no creía en El. Sabía que era piedra de escándalo para muchos y “signo de contradicción”. Pero eso no lo amedrentaba ni le hacía echar marcha atrás: “¿Esto os hace dudar? ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?”. Y enseguida invita a sus oyentes a “subir” otra vez a la esfera de la fe: “El espíritu es el que da la vida; la carne no aprovecha para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Pero algunos de vosotros no creéis”. Volvemos otra vez a la primera condición, indispensable, para seguir a Jesús: tener FE en El, querer creer en El, tener el valor de jugarse el todo por el todo por El.

En la santa Misa, inmediatamente después de la consagración, el sacerdote dice: “Mysterium fidei, ¡Este es el sacramento de nuestra fe!”. Y enseguida toda la asamblea aclama: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. La Eucaristía es, ante todo, un misterio y un sacramento de fe en la Pasión, muerte y resurrección del Señor. Juan Pablo II, en su última encíclica, dedicada al tema de la Eucaristía, nos dice que estas palabras se refieren a Cristo en el misterio de su Pasión, pero revelan también el misterio de la Iglesia. Ella, en efecto, tiene su fundamento y su fuente en el “Triduo pascual”, pero éste está como incluido, anticipado y “concentrado” en el don de la Eucaristía.

Pero tener fe no es un mero sentimiento de la presencia de Dios, ni creer solamente en los dogmas y verdades que nos enseña la Iglesia Católica. Creer es confiar ciegamente en Jesús, entregarse a El, ponerse en sus manos, sabiendo que con El estamos seguros, en medio de todas las dificultades de la vida. Como la historia de aquel equilibrista de Nueva York. Para sus espectáculos solía atar un cable entre dos edificios, a gran altura, y luego caminaba por dicho cable con una barra de equilibrio. Al bajar, era ovacionado por todo el mundo. En una ocasión, durante uno de sus espectáculos, dice a los presentes: “Subiré nuevamente, pero ahora con una carretilla. Sólo necesito que crean que lo puedo hacer”. Hay un silencio sepulcral entre la multitud. Al fin, uno grita: “Sí, adelante, yo creo que tú puedes”. A lo cual el equilibrista responde: “Si en verdad crees que lo puedo hacer, ¡ven y súbete en la carretilla!”... Algo así es la fe. 

¿Serías capaz de subirte tú a la carretilla con Jesús? Si de verdad creemos en Cristo, debemos ser capaces de hacerlo, sin pensarlo dos veces. El no falla. Sólo entonces podremos afirmar, como Pedro al final del discurso de Jesús: “Maestro, ¿a quién vamos a ir si no te seguimos a ti? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos que tú eres el Mesías, el Santo de Dios”.