Cuando parece que Dios desoye nuestra plegarias...

Domingo XX del tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

¿No te ha pasado alguna vez que, cuando has rezado con mucho fervor por una necesidad particular o por una intención que llevabas muy en el alma, pareciera que Dios no te hace caso? Cuando ha estado muy enferma tu mamá, un hijo, tu esposo o cualquier ser querido, y has pedido a nuestro Señor que les devuelva la salud, y parece que no te escucha; o cuando has tenido un problema especial de cualquier índole –personal, familiar o profesional– y, después de encomendarte a Dios, no te han salido las cosas como tú querías; cuando alguno de tus mejores amigos ha sufrido un accidente o una operación grave y no ha salido adelante... Podríamos multiplicar los casos hasta el infinito, y tal vez a veces constatamos lo mismo: parece que nuestro Señor se hace un poco el sordo y tarda en responder a nuestras peticiones... ¿Verdad que es una experiencia que ocurre con cierta frecuencia en nuestra vida? Y si Cristo nos prometió atender nuestras plegarias –“Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, tocad y se os abrirá”– ¿por qué entonces Dios actúa así con nosotros?

            San Agustín también se lo preguntó en más de una ocasión. ¿Y sabes qué respuesta encontró? “Dios –afirma– que ya conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones son muy grandes y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Y por eso, cuanto más fielmente creemos, más firmemente esperamos y más ardientemente deseamos este don, más capaces somos de recibirlo”. Por tanto, lo que Dios pretende con ese modo de actuar es que se dilate nuestra capacidad de desear y de recibir los dones que nos promete.

            Además, Él escucha siempre nuestras plegarias, y yo estoy totalmente convencido de ello. Lo que ocurre es que no siempre nos concede las cosas que le pedimos o no las hace como nosotros pretendíamos. Él es infinitamente más sabio que nosotros y, como buen Padre, nos da aquello que es más oportuno para nuestras almas. San Pablo nos dice, en efecto, que “nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene” (Rom 8, 26). Nadie tildará de cruel a una madre que no da a su niño pequeño el cuchillo que le pide, aunque sólo quiera jugar un poco sin pretender hacer ningún mal a nadie....

            Más aún, lo que quiere Dios es aumentar nuestra fe en Él, nuestra confianza y nuestro amor incondicional a su Persona. Quiere que creamos y esperemos contra toda esperanza humana; que sigamos confiando en Él, en su omnipotencia y en su amor misericordioso, incluso cuando ya no se ve ningún remedio humano posible. Y precisamente entonces es cuando se revelará con más evidencia la grandeza de su poder y nos daremos cuenta de que ha sido Dios quien nos ha dado todo libre y gratuitamente, sólo porque Él es infinitamente bueno con sus criaturas. Al prolongar nuestra espera, desea probar cuán grande es nuestra fe y nuestra confianza en Él; y que le demostremos que, a pesar de todas las dificultades, le amamos por encima de todas las cosas, nos conceda o no lo que le pedimos.

            Finalmente, una condición indispensable para que nuestras súplicas sean auténtica oración cristiana –y no una especie de chantaje contra Dios– es que siempre busquemos en todo su santísima voluntad. Así nos enseñó Jesús a orar y así lo decimos todos los días en el Padrenuestro: “Hágase, Señor, tu voluntad, en la tierra como en el cielo...”

            Un ejemplo maravilloso de esto que estamos diciendo lo encontramos en el Evangelio de este domingo. Jesús se retira un poco de Galilea y hace una brevísima incursión por las regiones de Tiro y Sidón, ciudades paganas. Y he aquí que una mujer cananea le sale al encuentro y se pone detrás de Él, pidiéndole a gritos –literalmente– que cure a su hija enferma. ¿Y qué nos dice el Evangelio? Que Jesús “no le respondió ni palabra”. ¡Demasiada indiferencia!, ¿no? Pero no acaba todo aquí. Son sus propios discípulos los que, viendo al Maestro impertérrito, le suplican que la atienda. Pero no se lo piden por compasión, sino para que deje de gritar detrás de ellos. ¡Qué vergüenza que una “loca” los venga siguiendo con esos gritos!... Pero Jesús vuelve a darles otra aparente negativa: “No he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”. Y nuevamente silencio.

            La mujer llega corriendo y se postra a los pies de nuestro Señor, pidiéndole que tenga piedad de ella: “Señor, socórreme”. Una oración brevísima, llena de dolor, de fe y de inmensa confianza. Es la súplica desgarrada de una madre. Pero Cristo, con su respuesta, parece ignorarla. Seguramente se estaría haciendo una grandísima violencia interior, pues conocemos su infinita misericordia. Pero tenía que llevar hasta el fin la fe de esta mujer para dejarnos una lección tan importante. Si ella no hubiese tenido la fe y la humildad que tuvo, se habría marchado furiosa y escandalizada del Maestro. “No está bien –le responde el Señor– echar a los perros el pan de los hijos” –ya que Él había sido enviado a curar primero a los hijos de Israel–. Pero la mujer no se da por ofendida y persevera en su oración de súplica. Sus maravillosas palabras, de una humildad y de una confianza conmovedoras, son dignas de ser grabadas no ya en una lápida de bronce, sino en el fondo de nuestros corazones: “Tienes razón, Señor; pero también los perrillos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”.

            Y es entonces cuando nuestro Señor prorrumpe en un grito de júbilo y de admiración ante la grandeza de alma de esta mujer, que ni siquiera era del pueblo elegido: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en aquel momento –nos narra el Evangelio– quedó curada su hija. La fe de esta mujer venció todos los obstáculos y conquistó el corazón de Jesucristo.

            Ésta es la lección de hoy: sólo con la fe, la humildad, la confianza y la perseverancia en nuestra oración, a pesar de todas las dificultades –como la mujer cananea– es como penetramos hasta el corazón de Dios y sólo así es como el Señor escucha nuestras plegarias.