A la guerra sin fusil

Domingo XV del tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

 

           

            Cuando uno se decide a acometer una empresa sin contar con los suficientes medios para llevarla adelante, solemos decir que “va a la guerra sin fusil”. O sea, que es un temerario, pues arriesga su vida sin estar ni siquiera mínimamente equipado para asegurar un feliz resultado en el cumplimiento de su propósito.

Y, leyendo el Evangelio de hoy, tal vez también podríamos decir que nuestro Señor manda a sus apóstoles a la “guerra sin fusil”. Hoy se nos presenta Jesús confiando a sus apóstoles la gran misión evangelizadora. Los manda a predicar, a ser sus heraldos y misioneros. Pero lo curioso es que los manda sin nada, no les da medios, no los equipa para su tarea. Les encarga que lleven un bastón, pero nada más: ni pan, ni alforja, ni dinero. Les dice que lleven sandalias, pero no una túnica de respuesto. Los quiere desprovistos de todo. Sin nada. Sólo les permite lo mínimo indispensable para poder caminar: o sea, los manda como peregrinos e itinerantes, casi como aventureros. ¡El Señor se pasa!

Pero aún hay algo más sorprendente todavía. No sólo los manda sin nada, sino que –si se nos permite hablar así, sin ofenderlos– ellos mismos son “nada” a los ojos del mundo. Los apóstoles elegidos por el Señor para esta grandísima misión no eran sino unos pobres pescadores, iletrados e ignorantes. Amós, en la primera lectura, nos narra, como en un relámpago, su vocación; y resume así el llamado de Dios: “Yo no soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos, y el Señor me sacó de junto al rebaño para enviarme a profetizar” (Am 7, 15). Más tarde, Pablo diría algo muy semejante a los corintios: “Y si no, mirad, hermanos, vuestra vocación; pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Antes eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios, y a la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo del mundo, el desecho, lo que no es nada, lo eligió Dios para anular lo que es” (I Cor 1, 26-28).

Y, ¿por qué actúa así el Señor? Porque quiere que pongamos toda nuestra confianza no en nosotros mismos, sino sólo en El; no en nuestras seguridades humanas –medios materiales, dinero, poder, estructuras supersofisticadas, etc.–, sino en el poder de su gracia. Obviamente, los instrumentos humanos son necesarios, pero son solamente eso: ¡medios, no fines! Y el Señor se puede valer de cualquier medio, incluso de los más viles y despreciables, para hacer su obra. Como también puede prescindir totalmente de esos instrumentos humanos, si El así lo prefiere. De esta manera, brillará en toda su pureza la maravilla del poder de Dios. Es El quien actúa y hace sus obras como quiere. Nosotros sólo somos unos pobres instrumentos en sus manos. Y lo único que hace falta es que no le estorbemos y pongamos nuestro microscópico granito de arena.

Y es que Dios así obra en nuestras vidas. Las matemáticas de Dios no son como las matamáticas de los hombres. Y ya nos ha dado muchísimas pruebas de ello. A David, un muchachillo inexperto, lo manda a pelear contra el gigante Goliat, un soldado enorme, robusto, gorilesco, adiestrado para la guerra, el llamado “campeón de los filisteos”, y que venía armado hasta los dientes, como un “panzer” de carne, hueso y hierro. Y el pobre de David viene sin armaduras, sin lanza ni espada; sólo trae una honda y cinco miserables piedritas. ¡Y eso será suficiente para derrumbar al soberbio e invencible Goliat!

A Gedeón le pide Yahveh que se quede sólo con trescientos hombres para ir a luchar contra los madianitas. ¡Treinta mil eran demasiados! Al Señor le bastan unos cuantos para hacer frente a un ejército de miles y miles de enemigos. ¡Y así los venció!

Y nuestro Señor fundó su Iglesia sólo con doce pobres pescadores, penetró en el Imperio romano y conquistó el mundo entero para Sí. Y sin el poder de las armas, ni riquezas, sin ruidos ni violencias. Y desde entonces la historia se viene repitiendo: multitudes de santos, de mártires y de vírgenes han vencido al mundo con su pequeñez y su pobreza; pero también con la grandeza indomable de su fe y de su amor ardiente. En la historia de todas las fundaciones de congregaciones religiosas se repite el mismo fenómeno: han nacido sin nada, sin medios, y los hombres más ricos y poderosos las han visto crecer y florecer apenas sin recursos materiales. De verdad que Dios hace milagros y realiza obras maravillosas con instrumentos ineptos, pobres y tremendamente desproporcionados a las necesidades.

Así actúa Dios en nuestras vidas para que no vayamos a pensar que somos nosotros o nuestras cualidades personales –inteligencia, sabiduría, fuerza, experiencia, etc.– las que consiguen el triunfo o las que salvan a los demás, sino el poder del Señor. Somos, de verdad, como unos pobres inmigrantes en tierra extranjera; desprovistos de todo, sin medios, tal vez incluso marginados en muchos aspectos. Pero con Cristo todo lo podemos, como afirmaba Pablo (Fil 4,13). Y el mismo Apóstol decía: “yo no me gloriaré sino en mis flaquezas, porque en la flaqueza llega al colmo el poder... Muy gustosamente me gloriaré en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo, pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (II Cor 12, 5ss). Lo único que importa es que sepamos confiar totalmente en Dios y no en nuestros propios medios porque así residirá en nosotros la fuerza de Cristo. Y sólo con El sólo somos fuertes y poderosos. Sólo así, con Cristo, Dios podrá obrar milagros a través de nuestra pequeñez, como lo hizo con los doce apóstoles en los inicios del cristianismo.