¿Más escándalos?

Domingo XV del tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)  

           

            Por lo general, la gente suele ser bastante chismosa. Y se dice que “pueblo chico, infierno grande”. Parece que a todos nos encanta oír hablar de chismes y de escándalos. Somos, tristemente, muy propensos a este tipo de morbosidad y de comidillas... ¡Es una lástima! Y, muchas veces, los medios de comunicación hacen su agosto difundiendo este tipo de noticias amarillistas...

            La semana pasada reflexionábamos sobre el tema del escándalo. Y decíamos que el escándalo no es necesariamente el que nos provoca desde el exterior, sino el que nace en el fondo de nuestro propio corazón. Con bastante frecuencia somos nosotros los culpables del escándalo porque vemos a los demás con malos ojos y los juzgamos de un modo demasiado torcido, aunque puedan ser personas muy honestas y santas. Es la malicia de nuestro corazón la que nos lleva a pecar.

            Y esto es precisamente lo que les sucedía a los escribas y fariseos, a los saduceos y a muchos otros judíos contemporáneos de Jesús que no creían en El. Les faltaba fe, desconfiaban de El y, por eso, se “escandalizaban” a causa suya. Así actuaba este tipo de gente ante los milagros de nuestro Señor. En vez de admirarse por los maravillosos prodigios que realizaba –devolvía la vista a los ciegos, curaba a los paralíticos, arrojaba a los demonios e incluso resucitaba a los muertos; sí, ¡resucitaba muertos!–... y los fariseos se escandalizaban porque lo hacía en día de sábado... ¡Qué gente tan ciega y tan hipócrita! ¿Cómo es posible que se quedaran en algo tan estúpido y no reconocieran la grandeza de Aquel que tenían delante y que hacía tales milagros? Esto es lo que sucede a un corazón incrédulo y endurecido.

            Bueno, pues en el Evangelio de este domingo aparece algo semejante. Nuestro Señor confía a sus apóstoles la misión, los envía a predicar y les da una serie de recomendaciones que han de tener muy en cuenta en su apostolado. Pero, ya al final, les dice: “Y si en algún lugar no les reciben ni les escuchan, al marcharse de allí, sacúdanse el polvo de los pies, para probar su culpa”. Aquí nos encontramos ante otro caso clarísimo de escándalo. Seguramente habría gente que no recibiría ni escucharía a los apóstoles... pero no porque los apóstoles fueran malos, sino por la incredulidad y malicia de esa misma gente.

            En realidad, eso ha pasado en todas las épocas de la historia. Y nos sigue pasando a muchos de nosotros hoy en día. Son todavía bastante recientes esos escándalos que algunos medios de comunicación desencadenaron contra los sacerdotes, acusándolos de pederastia y de abuso de menores. Algunos casos –poquísimos, por fortuna– se han revelado ciertos. Pero la inmensa mayoría han sido falsas acusaciones, sin ningún fundamento de verdad. Lo han hecho sólo para desprestigiar a la Iglesia y a los sacerdotes. Y porque estos pobres escritores de pacotilla se han prestado para un juego tan sucio y tan desleal, olvidando lo que traen entre manos. Han sido muy bien pagados para difundir estos escándalos de tan mal gusto... ¡Qué pena! Pero el escándalo no es por culpa de los sacerdotes, sino por la maldad y la incredulidad de quien los difunde y de quien “se cree” –en esto sí son demasiado crédulos– estas aberraciones.

            Y quien se escandaliza de algunas cosas de la Iglesia, de los sacramentos, de los sacerdotes y hasta del Papa, antes se han escandalizado ya del mismo Jesús. Nos pasa como a los judíos, que escuchaban sus palabras con espíritu crítico y racionalista, con demasiadas prevenciones y recelos, con malicia y, en definitiva, sin ninguna fe en El. Si sólo vemos la parte meramente humana y exterior de las personas –aun de las más santas– y nos acercamos a las realidades sagradas sin fe, seguro que caeremos en el escándalo y nos alejaremos de Dios. Pero la culpa no será de El, sino de nuestra soberbia, de nuestra malicia e incredulidad.

            Ojalá que no nos pase a nosotros lo que a los judíos y fariseos. Ojalá que nuestro corazón sea humilde, bueno y dócil, lleno de fe y de confianza en Jesús, en su Iglesia y en sus representantes, porque sólo así sacaremos provecho para nuestras almas y seremos de verdad auténticos discípulos del Señor.