¿Qué te vas a llevar a la otra vida?

Domingo XVIII del tiempo ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Sergio A. Cordova, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)               

 

Hace dos semanas meditábamos en el pasaje de Marta y María. Y, tomando pie de las palabras de Jesús a la hermana mayor, reflexionábamos brevemente sobre el sentido de lo esencial: Una sola cosa es necesaria en la vida. Todo lo que no sea Dios, es totalmente secundario, pasajero y accidental. Este domingo la Iglesia nos ofrece un texto evangélico muy semejante en su contenido. Por eso, también este pasaje es uno de mis preferidos.

En una ocasión acudió un tal a nuestro Señor a pedirle que actuara de juez entre él y su hermano en cuestiones de herencia. Como era de esperarse,  Jesús rechazó enérgicamente esa apelación. Él no había venido para ser mediador en controversias tan terrenas y para inmiscuirse en disputas tan mezquinas. Su misión se colocaba en un plano totalmente superior. Y el Señor aprovecha esta coyuntura para dejar a sus discípulos una enseñanza importantísima. Les narra la párabola del rico ambicioso, olvidado completamente de las cosas eternas. Sus palabras son muy fuertes y contudentes: “¡Necio! Esta misma noche te exigirán el alma. Todo lo que has acumulado, ¿para quién será?”.

Las esperanzas de ese hombre se estrellan rotundamente. Soñaba con una vida tranquila, muelle y regalada, sin preocupaciones materiales para el porvenir. Y, de repente, sus ilusiones explotan ante sus propios ojos y se le revelan totalmente vanas y estériles: “¡Necio! –le dice Dios. ¿Por qué pones tus esperanzas en cosas tan caducas y mezquinas? ¡Esta misma noche vas a morir! ¿De qué sirvió todo tu trabajo y tus riquezas?”…

Volvemos una vez más al sentido de lo ESENCIAL. Y resuenan nuevamente en nuestros oídos y en nuestro corazón aquellas palabras del Señor: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si al final pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?”.

En una ocasión, un profesor de secundaria quiso hacer un examen sorpresa a sus alumnos sobre cultura general. Hacía poco que había muerto el famoso rey del petróleo, el millonario norteamericano Rockefeller. El maestro les preguntó: “)Cuánto dinero ha dejado Rockefeller?”. No era una cuestión de fácil respuesta. Tras unos segundos de silencio, uno de los muchachos alzó la voz y dijo: “¡Hasta el último centavo, profesor!”. El examinador no se esperaba una respuesta tan aguda, y le dio la máxima puntuación.

Efectivamente, no nos vamos a llevar nada a la otra vida, absolutamente nada: ni fortunas, ni títulos, ni fama, ni poderes, prestigio, honra o vanidades. ¡Todo se acaba! Lo único que nos valdrá es lo que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos, los hombres. Todo lo demás es paja, humo, viento, nada.

Cuenta una leyenda que, en una ocasión, el famoso general griego, Alcibíades, le dijo a Sócrates con gran orgullo cuántas haciendas y tierras tenía. Sócrates sacó un mapa: “Muéstrame -le dijo- )dónde está Asia y Europa?”. Alcibíades le señaló la enorme extensión de territorio. “Bien, y ahora, )dónde está Grecia?”. Y también se la mostró. “Y, )dónde está el Ática?”. Era casi un puntito. “Bien, y ahora ‑dijo Sócrates‑ enséñame, )dónde está tu gran hacienda y tus terrenos?”. Alcibíades ya no pudo encontrarlos. Realmente, ¡tan insignificantes son las cosas humanas!

También se cuenta de Napoleón que, huyendo de la desastrosa derrota de Waterloo, se hospedó una noche en una humilde posada. Sobre las negruzcas paredes se veía un retrato de Luis XVI. “)Quién es éste?” -le preguntó a la posadera-. “Nuestro rey” -le respondió ella con gran devoción-. Para entonces ya hacía tiempo que el rey y toda la familia real habían sido decapitados y que Napoleón, lleno de gloria, había escalado la cumbre del poder. Pero aquella señora lo ignoraba. Napoleón, desilusionado, se volvió al general Bertrand, que le acompañaba, y murmuró apenado: “Ni siquiera los franceses me conocen”. (Tan vana es la gloria de los hombres! Y eso que el mismo Napoleón llegaba ya al ocaso de su fama. Poco tiempo después, en efecto, sería desterrado y recluido en la isla de Santa Elena.

Y de Alejandro Magno, aquel otro grandísimo general que conquistó casi todo el mundo conocido de su época, al morir y verlo en el féretro, alguien comentó: “Ahí, entre esas tablas, está Alejandro, el que ayer no cabía en el mundo entero”.

Cuando miramos nuestra propia existencia de frente a la eternidad, ¡cuán diferentemente pensamos de las cosas y qué valor tan distinto damos a lo que antes nos impresionaba! ¡Qué importante es que de vez en cuando meditemos en el sentido de la vida, de la muerte y de la eternidad para adquirir la auténtica sabiduría que nos coloca en nuestro verdadero lugar a los ojos de Dios, de los demás y de nosotros mismos!

Sólo así aprendemos aquello que nos dice el libro del Eclesiastés: “¡Vanidad de vanidades, y todo es vanidad!”. Y sólo entonces podremos seguir el consejo de san Pablo: “buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”. ¡Todo lo demás es humo, ceniza, nada!